El sangriento enfrentamiento de fuerzas policiales con un grupo de campesinos que invadió una propiedad ubicada en el distrito de Curuguaty, el pasado viernes, que dejó un trágico saldo de nueve campesinos y seis agentes policiales muertos –entre ellos el jefe y subjefe del Grupo Especial de Operaciones (GEO)–, a más de un tendal de heridos en ambos bandos, conmocionó a la ciudadanía de todo el país, fue otra mala noticia sobre Paraguay que recorrió el mundo, y obligó al Presidente de la República a destituir de sus cargos al ministro del Interior, Carlos Filizzola, y al comandante de la Policía Nacional, Paulino Rojas.
Según informes de la institución policial, el contingente destacado para cumplir una orden judicial de allanamiento de la propiedad invadida cayó en una emboscada cuidadosamente preparada por los autodenominados “carperos”, quienes utilizaron tácticas guerrilleras aplicadas hasta ahora solo por el grupo marginal EPP, por lo que se sospecha que el mismo estuvo involucrado en la planificación del grave atentado contra las fuerzas del orden, las que sorprendentemente no tomaron la más elemental precaución reglamentaria para el cumplimiento de la misión, pese a tratarse de un grupo de élite, como se supone son las fuerzas del GEO.
Por esta razón, más allá del sentimiento colectivo de pesar por la pérdida de vidas humanas, en la conciencia pública ha renacido con fuerza la sospecha de que la sorpresa que se llevaron las fuerzas policiales no se debió a incapacidad profesional, ni a insuficiencia de efectivos y armamentos, sino a la absurda y públicamente conocida política de tolerancia –complicidad, sería la palabra correcta– del gobierno del presidente Fernando Lugo hacia el EPP y ciertas organizaciones campesinas violentas que, tras el disfraz de reivindicaciones sociales, han proliferado durante su administración, cometiendo delitos de acción penal pública con absoluta impunidad.
El instrumento de acción de toda fuerza pública es la violencia. Por tal razón, el Estado se reserva su monopolio y consecuentemente es el único responsable de su empleo. Ni la Policía ni las Fuerzas Armadas son instituciones deliberantes. Están obligadas a cumplir a rajatabla las órdenes que se les imparten a través de las cadenas de mando institucional. Órdenes que si por cualquier razón fueran impartidas verbalmente, deben ser obligatoriamente confirmadas por escrito para ser ejecutadas.
En tal sentido, no ha dejado de llamar la atención que últimamente el Presidente de la República, a través de su exministro del Interior, haya impartido a la Policía Nacional la directiva de analizar las órdenes judiciales de acción contra los delitos de ocupación de propiedades privadas por campesinos a menudo violentos, antes de proceder al cumplimiento de su misión. Con el eufemismo de “protocolo” de procedimiento, el destituido ministro Carlos Filizzola –corresponsable del terrible acontecimiento– desobedeció innúmeras resoluciones judiciales de allanamiento o desalojo, desnaturalizando el rol institucional de la Policía de “brazo armado de la justicia”. De hecho, no hay justicia en el mundo que pueda hacerse efectiva sin el concurso de la fuerza pública.
Es totalmente creíble la participación del EPP en la planificación de la emboscada tendida a las fuerzas policiales en Curuguaty, no solo por la táctica de emboscada, sino porque se encontraron trampas explosivas del tipo “cazabobos”, así como bombas “molotov”, idénticas a las utilizadas por el EPP en sus incursiones en establecimientos ganaderos y secuestros, en los departamentos de Concepción y San Pedro, señaladamente en ocasión del secuestro del ganadero Fidel Zavala.
Al respecto, resulta oportuno señalar lo que es un secreto a voces en los ámbitos militar y policial en el sentido de que en ninguno de los aparatosos despliegues de la fuerza pública en los departamentos de Concepción y San Pedro, con la supuesta misión de capturar o eliminar al minúsculo grupo criminal insurgente EPP, el Comandante en Jefe firmó una orden para llevar a cabo una operación de combate conducida doctrinaria y tácticamente para internarse en los montes en procura del enemigo y acabar con él, capturándolo, o eliminándolo si se resistiere.
En consecuencia, las costosas movilizaciones militares y policiales solo tuvieron la finalidad de vender a la opinión pública la falsa imagen de que el Gobierno estaba empeñado seriamente en eliminar el grupo marginal. Tanquetas, aviones, helicópteros y armamento pesado fueron desplegados ostentosamente ante la prensa y las poblaciones rurales para proporcionar “sensación” de seguridad a los habitantes del país. En realidad, lo que militares y policías hicieron en dichas ocasiones fue una suerte de “ejercicio en el terreno”, denominado “maniobra” en la jerga militar, un juego de guerra más académico que operacional.
Ahora bien, ante la casi certeza que tiene la ciudadanía de que el gobierno de Lugo no tiene la intención de acabar con las cada vez más desembozadas andanzas criminales del EPP, ¿qué puede hacer la gente? Quizás seguir la recomendación dada por el señor Aníbal Lindstron, hermano del exrehén Luis Lindstron: “Lo único que nos queda es encomendar nuestra seguridad a Dios y a la Virgen”.
Más allá del estoicismo que personalmente podamos tener como ciudadanos víctimas de esta indignante abdicación de responsabilidad del Estado para proteger nuestras vidas y nuestros bienes, la sociedad civil puede llegar a adoptar medidas más drásticas para su supervivencia.
Así, pues, si en esta oportunidad el Poder Ejecutivo no actúa enérgicamente contra los grupos criminales y violentos que mantienen en zozobra a todo el país, con resultados y no con floreos retóricos, el Congreso debería iniciarle un juicio político al Presidente de la República para destituirlo por mal desempeño en el cargo.