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Los derechos fundamentales de la persona y su capacidad de manifestarse libremente en su pensamiento político han logrado un reconocimiento que se fue acentuando a través de la historia hasta constituir hoy día un testimonio de progreso de la conciencia moral de la humanidad.
Hubo en el siglo pasado una época en nuestros países en que la persecución política en sus más graves manifestaciones –torturas, exilio, desapariciones, prisión y ejecuciones sumarias– fue impulsada por gobiernos militares autoritarios y criminales, sin merecer en absoluto la atención internacional.
Recién en las décadas de los años setenta y parte de los ochenta, en las que nuestros países del Cono Sur de América vivían bajo las botas de las dictaduras militares, fue cuando el advenimiento al poder del presidente Jimmy Carter en los Estados Unidos logró poner como prioridad de su política exterior el respeto a los derechos humanos.
Desde entonces, la opinión pública y la cooperación internacional comenzaron, a través de una amplia red, la ardua tarea de dar forma a la solidaridad con los países como el nuestro que estaban viviendo décadas de regímenes dictatoriales, para lograr la restauración de la democracia, o iniciar el camino hacia ella, como era el caso específico del Paraguay.
La labor del reconocimiento internacional de los derechos humanos no fue un proceso espontáneo, sino consecuencia de la lucha permanente de los pueblos y el coraje de algunos líderes impulsados por sentimientos e ideales superiores, entre ellos militares, sacerdotes, intelectuales, políticos, periodistas, campesinos, sindicalistas, maestros o simples ciudadanos comunes, empeñados en forjar un mañana mejor para los países que los vieron nacer.
Muchos de aquellos luchadores contra las dictaduras fueron rescatados de las garras de los déspotas mediante los mecanismos de solidaridad impulsados por la comunidad internacional, que actuaba en la noble tarea de lograr la vigencia de los derechos humanos en los países donde no existían. En nuestro país, entre esas personas podemos citar a Domingo Laíno, Miguel Abdón Saguier, Luis Alberto Wagner, Miguel A. López Perito, Napoleón Ortigoza, Ananías Maidana, Dionisio Borda y el propio canciller, Jorge Lara Castro, entre otros.
La restauración de la democracia premió a la mayoría de estos luchadores, reconociéndoles sus méritos políticos de tal forma que hoy a muchos de ellos vemos ocupando lugares importantes en la función pública, la legislatura o la judicatura, mientras otros, como el meritorio profesor Luis Alfonso Resck, continúan casi solitariamente batallando por la vigencia real de los derechos humanos desde la sociedad civil.
Este mismo panorama nacional regía en otros países de Latinoamérica como Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Bolivia, Perú y Ecuador, donde los líderes de la resistencia lograron articular alianzas con sus pares de países desarrollados democráticos, para denunciar las atrocidades de las dictaduras. Una de esas alianzas fue SIJADEP, Secretariado Internacional de Juristas por la Amnistía y la Democracia en Paraguay, integrada por los más calificados juristas latinoamericanos, europeos y norteamericanos, y que en el año 1985 ilustró al mundo sobre la crueldad de la dictadura de Alfredo Stroessner y las de otros países.
La poderosa voz de este grupo de trabajo resonó con fuerza en las más altas esferas del poder internacional y, sin duda, constituyó un formidable aliento de solidaridad para los perseguidos y sus familiares. Poco a poco, las dictaduras fueron cayendo una tras otra y extinguiéndose las diversas formas de persecución política, mientras la doctrina de los derechos humanos logró su mayor avance y consolidación en métodos de su promoción y defensa. Al mismo tiempo, se crearon y fortalecieron más instituciones para dar cumplimiento a los instrumentos internacionales vigentes en la materia.
Sin embargo, el tiempo, en forma muy llamativa, está demostrando la frágil convicción democrática de aquellos líderes, forjados durante tiempos de exclusión y persecución, a las ideas libertarias. Varios de ellos llegaron al gobierno a través de elecciones democráticas o pudieron ubicarse en puestos claves de la función gubernativa; pero parece que las mieles del poder que hoy disfrutan y la ideología que sostienen les obnubilan la mente, al punto que no les permiten ver los mismos atropellos a los mismos derechos antiguamente reclamados por ellos contra personas que en sus países piensan políticamente diferente.
A la vista de todos, hoy los gobiernos dominados por la ideología del Socialismo del Siglo XXI están adoptando procedimientos similares a los de las dictaduras militares latinoamericanas. Los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina encuentran de pronto que la prensa libre –aquella que libremente les ofreció ayuda en su campaña proselitista y mediante la cual hoy son presidentes– constituye un peligro y que la discrepancia política es un delito, por lo que no vacilan en –por cualquier motivo– clausurar medios de comunicación, expulsar del país a periodistas, amenazarles con la cárcel o amordazarles con procesos judiciales, además de perseguir a sus adversarios políticos, tal cual lo hacían las dictaduras militares.
En otros países rigen gobiernos socialistas, como en Brasil, Uruguay y hasta hace poco en Chile. En el primero de ellos, la actual presidenta, Dilma Rousseff, y el anterior, Lula da Silva, fueron víctimas de atropellos a sus derechos como ciudadanos y restringida su libertad en forma muy seria durante los gobiernos dictatoriales del vecino país. Ahora ellos, en función de gobierno, no ven ni les interesan los mismos atropellos que están ocurriendo en Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia, con lo cual demuestran que cuando se trata de gobiernos de izquierda los derechos humanos son de relativa aplicación, y actúan indulgentes o abiertamente justificadores.
Ahora mismo en Bolivia, por ejemplo, el gobierno marxista de Evo Morales obligó al senador opositor Roger Pinto a refugiarse en la Embajada de Brasil en La Paz solicitando asilo político debido a la persecución de que es víctima luego de denunciar presuntos nexos de funcionarios gubernamentales con el narcotráfico. Existen, además, al menos una veintena de políticos, empresarios y parlamentarios que sufrieron persecución parecida y actualmente se encuentran en Argentina, España, Estados Unidos, Perú y Paraguay.
La situación en Venezuela es más crítica. Allí el hostigamiento alcanza por igual a políticos como a periodistas. El exgobernador de Zulia y excandidato presidencial Manuel Rosales está exiliado en Perú luego de que el presidente marxista Hugo Chávez ordenara iniciarle un amañado proceso judicial para embarrarlo con acusaciones de corrupción, y eliminarlo así definitivamente de la vida política activa de su país.
En nuestro país, por su parte, el presidente Fernando Lugo en una ocasión señaló que “hay indicadores muy elocuentes” de que existe persecución política en Bolivia contra el gobernador suspendido Mario Cossío en Tarija, quien se encuentra refugiado en nuestro país. Fue la máxima manifestación de solidaridad que escuchamos de algún mandatario hacia el brote de autoritarismo en el continente; ninguna otra.
Seguramente que con el asilo político los líderes y presidentes socialistas tratan de disculpar a sus conciencias y acallar las cada vez más fuertes críticas sobre los evidentes atropellos que están cometiendo sus colegas de otros países. Su silencio cómplice deja en el olvido y librados a su suerte a los perseguidos políticos.