Si hay un caso en el que la recalcitrante hipocresía del liderazgo político regional ha quedado patéticamente manifiesta, es en el trato que les depararon a Paraguay y Venezuela por la forma en que ambas naciones encararon las respectivas crisis institucionales que les tocó atravesar en los últimos diez meses. En nuestro país todo se hizo con estricto apego al orden constitucional, mientras que en el país caribeño el atropello al estado de derecho y el avasallamiento de las libertades fundamentales del pueblo venezolano fueron y son la constante.
Mal que les pese a algunos, la destitución de Fernando Lugo por notorio “mal desempeño” de sus funciones se sustanció en riguroso cumplimiento del artículo 225 de la Constitución Nacional. Tal fue así, que el entonces mandatario, el propio afectado, aceptó el juicio político realizado en su contra por el Congreso Nacional, se sometió al mismo y acató el resultado.
Tras conocer el desenlace de la votación del Parlamento, que le fue adversa por una abrumadora mayoría, se retiró de la sede del gobierno por sus propios medios, luego de dirigir un mensaje de despedida a la población. A pesar de la evidente legalidad del proceso, los países de la región enviaron a Asunción una patota de cancilleres de la Unasur para intentar doblegar la voluntad soberana del Poder Legislativo, y buscar manu militari que el aliado bolivariano paraguayo permaneciera en el poder.
Como el resultado final no fue de su agrado, procedieron de manera sumaria, arbitraria y absolutamente injusta a separarnos del Mercosur y la Unasur. La medida fue inapelable. Ni siquiera se nos otorgó el derecho a defendernos, tal como está prescrito en los propios tratados internacionales.
A pesar del odio de nuestros vecinos y la rabiosa e implacable persecución a la que fuimos sometidos desde entonces, en nuestro país las cosas siguieron su rumbo con total normalidad institucional. Las libertades públicas permanecieron intactas, nadie fue perseguido por motivos ideológicos y las elecciones se realizaron de manera normal, tal y como estaba previsto.
Es más, los comicios no solo fueron normales; fueron EJEMPLARES. La gente acudió masivamente a las urnas en absoluta calma y con un porcentaje de participación pocas veces visto en el casi cuarto de siglo de apertura democrática que vive el país desde el 3 de febrero de 1989. Sin incidentes, y haciendo gala de una cultura cívica impecable, el pueblo expresó su voluntad de manera soberana, libre y transparente, eligiendo al candidato colorado por una incontestable mayoría.
Lo de Venezuela fue exactamente todo al revés. A comienzos de diciembre, sabiendo que se encontraba ya prácticamente agonizando, el gorila bolivariano Hugo Chávez designó a dedo a Nicolás Maduro como su sucesor en el país caribeño. Un mes más tarde, como no estaba en condiciones de ser visto a causa de su forzosa reclusión hospitalaria en La Habana, violó la Constitución de su país al asumir un nuevo mandato presidencial sin cumplimentar el obligatorio requisito legal de prestar juramento. Para eso, les ordenó a sus esbirros que integran su Tribunal Supremo de Justicia que dictaran una “sentencia” que le diera fachada de legalidad a su capricho. Y así se hizo.
Tras fallecer a comienzos de marzo, nuevamente los bolivarianos siguieron el carnaval de violaciones constitucionales interpretando sesgadamente un artículo de la Ley Fundamental para que Maduro, vicepresidente “mau”, ya que nunca había sido electo para tales funciones, asumiera el rocambolesco inventado cargo de “presidente encargado”, y preparara el terreno para imponerse en unas elecciones exprés convocadas en un plazo no previsto por el ordenamiento legal del país.
Echando mano de un prebendarismo escandaloso, cercenando la libertad de expresión de su pueblo, y con fuertes sospechas de fraude electoral, Maduro logró imponerse por un estrechísimo margen en unas elecciones que están siendo impugnadas por la oposición y cuyos resultados han sido cuestionados por diversos países.
A pesar de las notorias irregularidades e ignorando de manera descarada el ostentoso desprecio a la Constitución del país hermano, los presidentes de la región, encabezados por la prepotente Dilma Rousseff, se apresuraron en ratificar todo lo ilícitamente actuado, ordenaron hacer una cumbre karape de la Unasur para refrendar el bochorno bolivariano en Venezuela y, cual bravucones barrabravas, fueron precipitadamente a Caracas para “legitimar” a Nicolás Maduro participando en su apurada “asunción”.
Los atropellos continúan de manera flagrante aún ahora, como todo el mundo pudo darse cuenta la semana pasada, cuando el presidente de la Asamblea Legislativa, Diosdado Cabello, prohibió expresarse a los parlamentarios opositores en el pleno del Congreso, los mandó moler a golpes y hasta amenazó con dejar de pagarles sus haberes.
¿Este es el tipo de “democracia” que apoyan nuestros principales vecinos? ¡Qué bárbaros! Es que la incoherencia se adueñó completamente de la región. Dilma Rousseff, Cristina Fernández, José Mujica, Evo Morales, Rafael Correa y todos los demás integrantes de la desfachatada comparsa bolivariana son unos perfectos hipócritas. Aplicaron la ley del embudo: anchos con los de arriba, estrechos con los de abajo. Realmente, han perdido toda vergüenza.