Cargando...
Los paraguayos conocemos bien la frase “La calle es de la policía”. Fue pronunciada por el ministro de Educación de Stroessner Carlos Ortiz Ramírez, hoy fallecido, después de producida una violenta represión policial contra una manifestación pacífica que se había realizado el día anterior en calles de Asunción.
Lo que quiso expresar el desaprensivo funcionario era algo que todos sabían muy bien: que la dictadura vigilaba y regía la existencia de los ciudadanos en todos los rincones de la geografía y que, pese a lo que la Constitución estableciera y garantizara acerca de las libertades cívicas y políticas, en la práctica se debía hacer lo que el Gobierno permitiera y evitar lo que el Gobierno restringiera o prohibiera. En síntesis, en aquella época la palabra de los mandamases de turno valía más que lo que expresaba la Constitución nacional.
Y, efectivamente, la Policía era dueña de la calle: en esos espacios ella podía empujar, insultar, amenazar, golpear, lanzar chorros de agua sucia o gases lacrimógenos contra los que no tenían permiso para manifestarse, y apresar a quienes quisiera. Eso es lo que aquel ministro explicaba; su pecado fue decirlo públicamente, pero todo el mundo sabía que las cosas eran así y que, a pesar de lo cínica de la declaración, no se apartaba de la verdad.
En la actual Venezuela de Maduro las cosas están exactamente igual a como estaban en el Paraguay en aquella época. El dictador dice públicamente que se necesita pedir permiso gubernamental para realizar manifestaciones públicas pacíficas y legales, condición que no exige la Constitución venezolana, norma fundamental que los propios bolivarianos chavistas hicieron aprobar a su medida, gusto y paladar.
En las ciudades venezolanas la calle es de la Policía, y así se hace sentir diariamente. Al fin de semana pasado, ya eran 28 los manifestantes muertos y más de 370 los heridos. En los últimos días se agregaron 66 heridos graves y 69 detenidos más tras las protestas que no cesan, en un país que padece el 56% de inflación anual y una acelerada caída del nivel de vida, con agudo desabastecimiento de productos básicos, que se manifiesta semana a semana, con toda la serie de problemas que esta situación acarrea.
Así, en Venezuela, nadie puede salir a las calles a protestar porque primero hay que pedirle permiso al régimen de Maduro. Es decir, la dictadura establecida por Hugo Chávez y continuada por su delfín Maduro en ese país actúa exactamente igual a todas las demás autocracias que en el siglo pasado tuvimos la desgracia de conocer y sufrir en varios países latinoamericanos.
Maduro puede otorgar oficialmente un permiso para algo, pero luego dar instrucciones a sus organizaciones de matones paramilitares de impedir los actos o atacar a sus participantes. Aquí, al stronismo estas tácticas le daban buenos resultados. Se recordará cómo su régimen “autorizaba” la realización de paneles y debates en Radio Ñandutí, pero luego hacía rodear su local con policías y secuaces de civil para que nadie pudiera ingresar a la sala. Es decir, las reuniones estaban “autorizadas”... pero no se podía entrar a las salas.
A menudo, manifestaciones pacíficas de estudiantes no eran reprimidas y golpeadas por agentes del orden, sino por garroteros reclutados entre funcionarios y obreros de alguna empresa pública, como Corposana o APAL. A menudo, el dictador elogiaba públicamente a las “fuerzas de choque” de la Chacarita organizadas por Ramón Aquino, garrotero de triste memoria, por “defender la democracia”.
Al día siguiente de los frustrados actos, los stronistas decían que la Policía impedía las manifestaciones para cuidar la seguridad de los propios manifestantes. Los esbirros eran conocidos como los “garroteros”, porque portaban un trozo de caño de metal o un pedazo de madera envueltos en diarios, para disimularlos.
Lo evidentemente estúpido y mentiroso de tales argumentos no preocupaba a los stronistas, porque estas explicaciones eran oficialmente transmitidas por las embajadas a sus gobiernos e inmediatamente aceptadas por los regímenes cómplices o encubridores de la dictadura paraguaya.
Eran los mismos métodos que ahora emplea Maduro contra los opositores y los manifestantes que protestan contra su régimen, así como los argumentos que sus voceros emplean para justificar el procedimiento violento y las furibundas represiones. Los venezolanos, aislados e incomunicados por la cortina de hierro impuesta por su dictadura a los medios de comunicación masiva para denunciar las torturas, vejaciones y malos tratos a los detenidos, tienen que ingeniarse a través de teléfonos celulares y otras vías alternativas para poder informar al exterior lo que están viviendo.
Lamentablemente, el mundo democrático está ciego y sordo. Pero fijémonos cuáles son los gobiernos que están a favor de Maduro y de su violento régimen y les brindan su apoyo explícito: Cuba, Ecuador, Nicaragua, Rusia y China. Con esta breve lista, ya está todo dicho. Lo más triste y decepcionante tiene que ver con los gobiernos democráticos latinoamericanos que, al mantenerse en silencio, también le están dando un hipócrita apoyo implícito al gorila venezolano.
¿Qué está aguardando el gobierno de Cartes para expresar su repudio más enérgico a las flagrantes violaciones de derechos humanos que comete el régimen de Maduro todos los días? ¿Cuántos muertos y heridos más, cuánta gente privada de su libertad, tienen que haber en Venezuela para que nuestros gobernantes acudan en un socorro de solidaridad con el pobre pueblo venezolano?
¡Vamos! Aquellas personas y sus familias que sufrieron en sus costillas por 35 años las arbitrariedades y las torturas de la siniestra dictadura de Alfredo Stroessner, en esta época de libertad de los paraguayos y paraguayas, no pueden quedar indiferentes ante una situación similar que oprime a los venezolanos.