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Irónicamente, la virulenta reacción desatada últimamente en nuestro país por ciertas organizaciones agrarias como la Federación Nacional Campesina (FNC), ONG y partidos políticos de izquierda contra el uso de la tecnología de recombinación genética en la agricultura y la ganadería, a semejanza de lo que sucede en la Unión Europea y otros países industrializados del Asia como Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda, no representa en última instancia los genuinos intereses de los agricultores o consumidores de los países pobres del mundo.
Lo trágico en esta guerra comercial global no es que ella tenga lugar, sino que los más directamente perjudicados por sus efectos no tengan voz ni voto en la cuestión, habida cuenta de que las potenciales ganancias de esta nueva tecnología son más significativas para los agricultores y consumidores pobres de los países en desarrollo antes que para los de los países industrializados que se oponen a ella, con la excepción de los Estados Unidos, cuna de esta innovación tecnológica y su principal impulsor.
Los consumidores y los grupos ambientalistas, en particular los de Europa, catalogan a los cultivos de alimentos genéticamente modificados (GM) como dañinos para la salud humana y para el ambiente, si bien los riesgos invocados son, hasta ahora, mayormente hipotéticos. Aun cuando la modificación genética de animales y plantas es un fenómeno generado por la propia naturaleza con el paso del tiempo, la actual ingeniería genética es más bien reciente. Se originó a comienzos de la década de 1970, pero su aplicación industrial en Estados Unidos tardó unos diez años en cobrar impulso tras las medidas de protección legal de la tecnología desarrollada mediante patentes de invención extendidas a favor de las corporaciones involucradas en la misma.
Al amparo de la protección legal de sus derechos intelectuales, las corporaciones interesadas en la comercialización de sus inventos genéticos realizaron grandes inversiones para comercializar sus nuevos productos, que ofrecían ventajas competitivas con relación a los cultivos agrícolas tradicionales, tales como mayor resistencia a las plagas y a las malezas, y mejor conservación del suelo.
Así, la compañía Monsanto desarrolló la soja GM inmune al glifosato, el ingrediente activo del herbicida “Roundup” que con una simple fumigación mata las malezas sin dañar al cultivo de soja. En contrapartida, para la soja convencional este herbicida es letal, lo que obliga al uso de herbicidas más tóxicos y de más prolongado efecto residual, con el consecuente deterioro de la calidad del suelo y la contaminación ambiental. Por su parte, otras compañías han desarrollado variedades GM de algodón y maíz que contienen una toxina de ocurrencia natural denominada Bacillus thuringiensis (también conocidas como Bt), que minimiza la acción depredadora de insectos y otras plagas en la planta, reduciendo considerablemente la necesidad de fumigación química.
Estas variedades GM fueron liberadas para su uso comercial a gran escala en Estados Unidos en 1996, tras muchos ensayos tendientes a detectar eventuales riesgos para otros cultivos y animales. Tres años después, en ese país alrededor de la mitad de los cultivos de soja y un tercio del de maíz eran ya GM. Sin embargo, contra lo esperado, esta revolución genética en la agricultura no tuvo la aceptación que sus propulsores esperaban. Así, en 1999, mientras más del 70 por ciento de los cultivos agrícolas en Estados Unidos eran ya GM, en Argentina alcanzaba solo 17 por ciento y en Canadá 10 por ciento, en tanto que en Brasil era nulo por prohibición legal. Tampoco prosperó en Europa, donde apenas en España, Francia y Portugal se cultivaron algunas parcelas. La principal razón fue que desde el principio los consumidores europeos temieron que los alimentos GM fueran dañinos para la salud humana. Por este tiempo también se inició el cultivo furtivo de la soja GM en el Paraguay, en particular en los departamentos de Itapúa y Alto Paraná.
En nuestro país, pese a la renuencia de las autoridades nacionales a liberar los cultivos GM, estos han venido prosperando gradualmente, a tal punto que actualmente casi todos los cultivos de soja y trigo son transgénicos y están en vías de serlo los de algodón, maíz y arroz, tal como ocurre en Argentina y Brasil. En el primero de ellos la agricultura GM copa virtualmente el 100 por ciento de los principales cultivos agrícolas, en tanto que en el segundo se están intensificando en la medida en que el Gobierno va levantando las restricciones legales que frenaban su implementación.
Dejando de lado la guerra comercial de alimentos GM en que están engarzados los países industrializados, tanto en el ámbito de la Organización Mundial de Comercio (WTO, por sus siglas en inglés) y otros foros internacionales, como la Convención sobre Diversidad Biológica (CBD), a lo que el Gobierno del Paraguay debe apuntar es a tratar de sacar el mayor provecho posible de la tecnología genética para mejorar la productividad de los agricultores pequeños pobres, lo que se traduciría en mucho mayor ingreso en la venta.
Por ejemplo, actualmente nuestros indefensos agricultores pequeños pierden de 15 a 45 por ciento de su maíz o de su algodón por culpa de insectos y otras plagas. Si ellos pudieran plantar semillas de maíz GM que contengan Bt, una toxina plaguicida, podrían reducir grandemente sus pérdidas sin recurrir a la cara fumigación química contaminante. Los expertos estiman que en nuestro país, con la siembra de arroz GM, se podría mejorar la productividad de ese rubro en un 25 por ciento.
Los críticos de la revolución GM temen que los cultivos transgénicos puedan dañar el medio ambiente contagiando a las especies nativas de cultivos tradicionales que puedan existir en la misma área, pero hasta ahora no hay pruebas científicas concluyentes de que eso pueda suceder, así como tampoco que los alimentos GM que hoy se producen comercialmente dañen la salud.
La verdad es que los productos transgénicos no solo reducen la necesidad de fumigaciones químicas, a menudo tóxicas, como los que con frecuencia se denuncian desde los asentamientos rurales, sino que pueden contribuir para una mejor conservación de los suelos y la protección de las especies existentes en el área. El único problema que puede visualizarse no es que los agricultores pobres se tornen dependientes de Monsanto y de otras empresas que comercializan los insumos GM. Lo que en realidad sí puede suceder y sucede es que las empresas proveedoras de los insumos GM hagan faltar el producto en nuestro país –como ocurrió este año con la semilla del algodón GM– por la sencilla razón de que los agricultores paraguayos pobres no tengan el poder económico para comprar las caras semillas GM.
El Gobierno debe asegurarse de que tal cosa no ocurra, mediante una política de asistencia agraria proactiva.