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El presidente Horacio Cartes acaba de realizar numerosos cambios en altos cargos de las Fuerzas Armadas, que incluyen comandos de nada menos que ¡tres cuerpos de Ejército!, de la ¡6ª División de Infantería!, flota de guerra, brigada aérea y otros grupos de nombres rimbombantes, muchos de los cuales no existen más que en el papel debido a sus exiguos componentes en hombres y disponibilidad de pertrechos. El total de efectivos existentes en el país no llegaría a 18.000, incluido el personal civil, por lo que no podría hablarse con propiedad de cuerpos de ejército y divisiones, que tienen sus exigencias para ser tales.
Las Fuerzas Armadas tienen 48 generales y 501 coroneles, cifra exagerada para tal situación actual. En efecto, esto significa que, por término medio, un general tiene bajo su mando a 375 soldados y un coronel a 35. Un verdadero disparate, que este año le costará al país alrededor de 343 millones de dólares. Entre el 80% y el 90% del presupuesto, que se ha triplicado desde 2008, se destina al pago de salarios y bonificaciones, así como al mantenimiento de los escasos y anticuados equipos. En muchos países, por cada general hay al menos 1.000 efectivos.
El año pasado, el Congreso no aceptó elevar el presupuesto a 568 millones de dólares para poder comprar tanques y aviones de combate. Se pretendió financiar el considerable aumento mediante la deuda pública o el apoyo económico de la entidad binacional Itaipú. No se propuso disminuir el excesivo número de oficiales superiores, al menos para ahorrar un poco en gastos de personal.
Mas allá de que hubiese implicado un gesto de buena voluntad, parece claro que esa reducción es imprescindible para que nuestras Fuerzas Armadas, de tan gloriosa tradición, dejen de hacer el ridículo con la desproporción que existe entre el número de sus efectivos y el de sus altos oficiales.
Igual desequilibrio se da en cuanto al equipamiento, tanto que la Fuerza Aérea tiene más generales y coroneles que aviones y helicópteros. La Armada de este país mediterráneo cuenta con todo un almirante, pero con no más de 2.000 marinos, que por falta de medios y de honestidad, ni siquiera pueden impedir el contrabando fluvial.
Conste que el sobredimensionamiento de las altas jerarquías militares no es nada nuevo. La distorsión se viene arrastrando desde la dictadura de Alfredo Stroessner, sobre todo en lo que hace a los coroneles: como los generales, al igual que los ministros, se eternizaban en sus cargos, bloqueaban el ascenso de los subordinados inmediatos, de modo que el número de estos aumentaba cada vez más. La frustración de los coroneles no promocionados era atenuada por el hecho de que percibían el sueldo de general.
En 1993, la Ley de Organización General, quizás para aprovechar la gran cantidad de altos jefes militares y sacar a algunos de sus escritorios, si es que hacían oficina, creó los comandos de cuerpos de ejército, que hoy son tres. El dispositivo es impresionante solo en el papel, ya que ninguno de ellos tiene ni siquiera los mil soldados que hacen falta para completar una brigada.
Ahora se propone eliminar los cuerpos de ejército y reemplazarlos por divisiones, integradas por brigadas. Aunque, dado el número de efectivos disponibles hasta las divisiones parecen unidades demasiado grandes, es plausible que se quiera acercar el diseño organizacional a la realidad, que indica que hay menos soldados que agentes de policía y que no se enrolan más de tres mil jóvenes al año.
De hecho, pese a lo que diga la Constitución, el servicio militar ya no es obligatorio: los jóvenes ya ni siquiera se toman la molestia de recurrir a la objeción de conciencia, sino que simplemente no se alistan, sin prestar ningún servicio sustitutorio a favor de la población civil. Se trata de una infracción tolerada por los diversos Gobiernos, e incluso por los propios militares, y que ya no tendría remedio.
Con la nueva figura del soldado profesional se aspira a paliar esa situación y, a la vez, a mejorar la eficiencia de las Fuerzas Armadas. Está claro que la correspondencia adecuada entre el tamaño de la oficialidad y el de la tropa no podrá lograrse aumentando el número de efectivos, sino reduciendo considerablemente el primero. En realidad, no se necesitan unas Fuerzas Armadas más pequeñas, porque de hecho ya lo son. Lo que se necesita es achicar su cabeza, demasiado grande para un cuerpo escuálido. Hay muchos generales y coroneles de escritorio, por falta de efectivos que comandar. Lo mismo podría decirse de los también demasiado abundantes oficiales de menor graduación.
La ciudadanía no tiene por qué cargar con los sueldos de quienes no tienen nada que hacer, ni dentro ni fuera de los cuarteles. Aparte de modificar la Ley de Organización General, en el sentido de dar a las Fuerzas Armadas una estructura más modesta pero mejor preparada y equipada, hace falta un programa de reducción significativa del cuerpo de oficiales, estimulando financieramente los retiros voluntarios de los oficiales superfluos, tal como está previsto para los funcionarios públicos, y limitando el número de ingresantes a la Academia Militar. Las medidas que se tomen en tal sentido deben ser acompañadas por otras que apunten a eliminar paulatinamente el déficit que los militares retirados suponen para la Caja Fiscal y que ha obligado al Ministerio de Hacienda, en el primer semestre de este año, a aportar para ellos más de 66.000 millones de guaraníes. Es decir, los contribuyentes no solo pagan los sueldos de oficiales que están de más, sino que también pagan parte de sus jubilaciones cuando pasan a retiro. La reducción del cuerpo de oficiales debería ir acompañada de un incremento de sus aportes para que ese sector no siga siendo, como hasta ahora, el más deficitario de la Caja Fiscal.
Así, pues, tanto para darle mayor seriedad al plantel militar como para atenuar su impacto en el bolsillo de los contribuyentes, urge encarar el problema de la hipertrofia del cuerpo de oficiales. Es una tarea necesaria si no se quiere que los uniformados sean considerados una carga inútil para la sociedad.
Nuestras Fuerzas Armadas deben ser sostenidas no solo por su pasado glorioso, sino también por su presente, por ser necesarias para resguardar la soberanía territorial y apoyar a las autoridades constitucionales. Han acompañado muy bien el proceso de democratización del país, respetando cabalmente la Constitución. Ahora hace falta que ellas mismas sugieran un plan de acción contra la macrocefalia que padecen.