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Cuando las papas queman en sus respectivos países, todos los regímenes autoritarios tienen la tendencia a provocar a los vecinos con la intención de iniciar algún conato de guerra que pueda beneficiarlos con una cohesión patriótica, aunque sea efímera, en torno a la figura del “líder” autoimpuesto, de modo de tratar de recomponer su deteriorada imagen y la situación política interna, a fin de prolongar cuanto pueda la dictadura.
Con el debilitamiento de los Castro en Cuba, el platudo extinto presidente de Venezuela, Hugo Chávez, se erigió en líder de la izquierda latinoamericana, haciendo sombra con sus exabruptos a gobernantes de prestigio y valía de países tradicionalmente democráticos, como Chile, Uruguay y Brasil, todos ellos opacados por el bravucón militar que se paseaba por el mundo con maletines cargados de petrodólares para comprar adhesiones, gracias a los buenos precios del generoso oro negro que abunda en su país.
Nadie se atrevía a contradecir a Chávez, como tampoco nadie hasta ahora se anima a formular la más mínima crítica a los Castro, que sometieron impunemente a su pueblo durante más de medio siglo de represión. Chávez ya murió, y los Castro están decrépitos y debilitados, a tal punto que se vieron obligados a presenciar el izamiento de la bandera de su peor enemigo en su propio hambriento territorio. Pero la izquierda latinoamericana está tan huérfana de liderazgo que no encuentra nada mejor que apoyar contra viento y marea la siniestra figura de Nicolás Maduro, el presidente de Venezuela impuesto por Chávez antes de morir y quien dice hablar con su jefe desaparecido a través de un pajarito.
Maduro ya no cuenta con los petrodólares que discrecionalmente manejaba Chávez, y aunque emplea las mismas técnicas de aquel en cuanto a “descubrir” conspiraciones y someter a las Fuerzas Armadas, al Parlamento y a la Justicia al proyecto ideológico hegemónico, le cuesta cada vez más controlar las reacciones internas de descontento, oposición y valiente enfrentamiento del pueblo a la exclusiva élite chavista.
En su afán de frenar la dispersión de su unidad granítica al estilo stronista de nuestro país en su momento, Maduro inventó una crisis con Colombia, a cuyos habitantes pobres residentes en la frontera acusa de contrabando y de actuar como criminales paramilitares, tratando de justificar de esa forma la escasez de alimento que azota cada vez más a su país y rebela a los venezolanos en contra del Socialismo del Siglo XXI. Esta repudiable situación deriva en violencia estatal y xenofobia, especialmente en la región del Táchira, en contra de indefensas familias colombianas. En forma increíble, lo que la gente civilizada suele condenar en conflictos que se presentan especialmente en África, los casos de poblaciones enteras desplazadas por la hambruna y la persecución política, hoy lo tenemos en nuestra propia región, de la mano de un gobernante desquiciado como Maduro.
Este ordenó el cierre de la frontera común en el puente internacional Simón Bolívar, que une la ciudad colombiana de Cúcuta con la venezolana de San Antonio, y también decretó estado de excepción en municipios de la zona de Táchira, iniciando de inmediato la deportación masiva de colombianos.
La opinión pública mundial es testigo, a través de las crudas imágenes, de cómo humildes familias colombianas que residían en la frontera fueron obligadas por militares fuertemente armados a cruzar a pie el río, con sus contadas pertenencias a cuestas. Los militares marcaban con una “D” las modestas viviendas que debían ser derrumbadas, y sus ocupantes deportados sin más trámites y sin ninguna posibilidad de apelación.
Miles de familias presionadas, y otras por el impulso del temor, se vieron obligadas a dejar atrás casi todas sus modestas pertenencias en medio de maltratos y arbitrariedades de todo tipo, que según denuncias de organismos especializados incluyeron abusos contra varias mujeres y atropellos a los derechos de menores y adolescentes. Como una muestra de la gravedad de la situación, la Defensoría del Pueblo de Colombia denunció que al menos 1.000 niños sufrieron “ruptura familiar”, al quedar uno de los progenitores en territorio venezolano y otro en el colombiano.
La crisis ya comenzó el 19 de agosto, y, a pesar del tiempo y del evidente invento de los motivos de la crisis por parte del tirano venezolano, los organismos multilaterales no se tomaron –ni se toman– el trabajo de emitir siquiera algún comentario que pueda incomodar a la cúpula chavista por los abusos, la arbitrariedad y el desprecio demostrado hacia personas cuyo único “delito” es tener otra nacionalidad.
Es una verdadera vergüenza la actitud cobarde de la OEA, que no alcanzó la mayoría de 18 votos para convocar a una reunión de cancilleres sobre el tema. Entre los Gobiernos que se opusieron a este cónclave figuran los de los países grandes de la región, Argentina y Brasil, dos de los angurrientos sostenedores de la tiranía chavista. De la Unasur, de hecho, no podría esperarse mucho, ya que fue un engendro del propio Socialismo del Siglo XXI para supuestamente dar mayor vigor y compromiso a la comunidad latinoamericana frente a los atropellos a los derechos humanos “del imperialismo”.
Es encomiable que el Gobierno paraguayo haya votado en esta ocasión a favor de la reunión de la OEA, pero, ante la gravedad de la situación que se ha presentado en nuestra región, ya ha llegado la hora de que los Gobiernos que se consideran democráticos, con el nuestro a la cabeza, se desmarquen claramente de los dictadores, de los violadores de derechos humanos, de los hambreadores de sus pueblos, y se hagan sentir con firmeza en tal sentido.
¿Y los autodenominados demócratas paraguayos, que permanecen callados frente a estos atropellos por razones de compromiso ideológico? ¿Qué dirían, por ejemplo, ante una eventual situación similar en contra de nuestros compatriotas de parte de Argentina?
Si los que se consideran líderes no tienen las agallas para censurar las tropelías y abusos de poder de sus pares, como en este caso concreto del autócrata venezolano, las libertades y la democracia continuarán pisoteadas por quienes se adueñan por la fuerza del poder.