El problema no es la Constitución

El problema de la mala administración de justicia que padecemos en el Paraguay –como algunas personas manifiestan a la prensa, con buen criterio– no es por causa de la Constitución ni de la ley de organización de este servicio público, sino de la moral de las personas que ejercen las funciones que tienen que ver con ellas. Es la elección de personas con virtudes intelectuales y morales superiores, y la supresión de la perniciosa influencia de la política partidaria y de los políticos sobre los funcionarios, fiscales, jueces y magistrados del Poder Judicial, lo que producirá el cambio que la mayoría anhela para nuestra justicia. Antes que esto, nada servirá; ni diez nuevas constituciones.

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El problema de la mala administración de justicia que padecemos en el Paraguay –como algunas personas manifiestan a la prensa, con buen criterio– no es por causa de la Constitución ni de la ley de organización de este servicio público, sino de la moral de las personas que ejercen las funciones que tienen que ver con ellas.


El peor mal de todo esto empieza en la mentalidad, criterio y moralidad de las personas que proponen y escogen a los miembros del Consejo de la Magistratura; luego, de los políticos que influyen y presionan para que se elija a determinados agentes fiscales, jueces y magistrados sin personalidad, sin aptitudes o sin decoro, que se dejan manipular por políticos o vencer por la tentación de la venalidad. Y, en particular, de una Corte Suprema de Justicia integrada, en su mayoría, por personas que no debieron acceder a dichos cargos por llevar sobre sí la carga de la mayoría de esos vicios y defectos mencionados.


Por consiguiente, es la elección de personas con virtudes intelectuales y morales superiores, y la supresión de la perniciosa influencia de la política partidaria y de los políticos sobre los funcionarios, fiscales, jueces y magistrados del Poder Judicial, lo que producirá el cambio que la mayoría anhela para nuestra justicia. Antes que esto, nada servirá; ni diez nuevas constituciones.


Diariamente se constata la cantidad de decisiones judiciales que se producen en violación de los deberes fundamentales de justicia. Es pública la desvergüenza con que varios miembros de este poder del Estado actúan en situaciones que comprometen intereses particulares de políticos importantes o de ellos mismos. Es a veces hasta grotesca la manera como se corrompen funcionarios de secretaría, agentes fiscales y hasta jueces, dejándose atrapar en filmaciones y grabaciones que certifican sus delitos como simples delincuentes. Y anótese, asimismo, la actitud prescindente y a veces hasta cómplice de magistrados de los tribunales y de la misma Corte con los inferiores corruptos.


¿Y qué tienen que ver la Constitución y las leyes con estos problemas? Nada, absolutamente nada.


Es sabida la casi imposibilidad de redactar una norma jurídica absolutamente despojada de lagunas, ambigüedades e incertidumbres. Por claro y bien consensuado que sea un texto legal, la dinámica política del Estado, que modifica constantemente las condiciones de su ejercicio, y las ideas y las instituciones que se transforman con la práctica democrática, lo desajustan a los tiempos y lo hacen requerido de actualización.
Lo malo de esto es que tales circunstancias sean aprovechadas por políticos y funcionarios que piensan y actúan de mala fe, para llevar agua a sus molinos en desmedro de la institucionalidad y de la buena salud de la justicia.


Por eso es que en esta situación conflictiva que nuestro país está viviendo no es fácil determinar cuál de los dos sectores en pugna tiene la mayor parte de razón. Algunos políticos y magistrados son ineptos e inútiles; otros son malintencionados; a otros les importa un bledo el país y lo que persiguen es lo que convenga a sus partidos o a ellos personalmente. Los menos son los que tratan de proteger las instituciones y la legalidad, y administrar rectamente justicia, y a estos pocos cuesta mucho identificarlos en medio de la maraña.


Lo cierto y fácil de comprender es que, cualquiera sea la Constitución que tengamos, ninguna de sus sabias previsiones va a servirnos en la forma en que se las pretende, si no se cambian las personas que ejercen las principales tareas del gobierno del Estado. Con políticos y funcionarios sinvergüenzas, astutos y venales no habrá ley, por maravillosamente concebida que esté, que nos sirva para edificar la sociedad progresista y el Estado justo que requerimos para nosotros y nuestros descendientes.


Así, pues, antes de continuar insistiendo en cambiar de Constitución, veamos los habitantes de este país cómo cambiar a las personas que tendrán a su cargo ponerla en práctica y conducirla a los altos fines que se pregonan en su preámbulo. Cuando tengamos los políticos y funcionarios intelectualmente aptos y éticamente adecuados, podremos emprender la tarea de mejorar nuestras leyes y perfeccionar nuestras instituciones políticas.

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