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Un total de 58 diputados, de los ochenta que tiene la Cámara Baja, optó ayer por reverdecer el repudiable autoblindaje, al aprobar que la pérdida de investidura de los legisladores sea regulada por una ley y no por el reglamento interno de la Cámara. Este cuerpo legislativo abdica así de su poder constitucional de depurarse a sí mismo y transfiere esa responsabilidad a la Justicia Electoral, un organismo al que la Constitución no le otorga esa facultad.
Tenemos, en consecuencia, una gran cantidad de diputados corruptos, irresponsables y cobardes, porque se niegan a juzgar a sus miembros que cometen graves irregularidades, volviéndose cómplices de los mismos; porque evitan adoptar una decisión que constitucionalmente les corresponde; y porque, para no comprometerse, demostrando una gran cobardía, le tiran el fardo y comprometen a otro organismo.
El Ministerio Público pidió el martes el enjuiciamiento del vergonzoso diputado liberal Carlos Portillo por haber incurrido en tráfico de influencias, al reclamar 3.000 dólares a una procesada a cambio de una resolución judicial favorable. El hecho punible, que data de agosto del año pasado, salió a la luz el 15 de noviembre de 2017 a través de unos audios difundidos por ABC Cardinal. El impresentable legislador fue desaforado en enero de este año, pero sigue ocupando su banca porque sus colegas continúan protegiéndolo al no privarle de su investidura. Prefirieron dar largas a un asunto de meridiana claridad, llegando al extremo de dejar sin quorum una sesión en la que, presuntamente, se iba a tratar dicha medida, incluso con relación a los diputados colorados Carlos Núñez Salinas y Tomás Rivas, contrabandista confeso y presunto pagador de empleados suyos con dinero público, respectivamente.
Debatieron largo y tendido sobre la necesidad de regular el procedimiento a seguir para expulsar a un diputado indigno. Unos sostenían que bastaba con reformar el Reglamento Interno de la Cámara y otros que era necesario sancionar toda una ley al respecto. Optaron por lo segundo, de modo que aprobaron los primeros cinco artículos de un proyecto de ley notoriamente inconstitucional.
Entre otras cosas, la decisión sobre la pérdida de la investidura quedará en manos de una Justicia Electoral a la que se le atribuirá así una competencia –la de imponer una sanción política– que no está prevista en el art. 273 de la Carta Magna. Por decisión de una mayoría absoluta, la Cámara respectiva se limitará a remitir los antecedentes al agente fiscal electoral, el cual, si halla “méritos suficientes”, formulará la acusación ante el Tribunal Electoral de la Capital, cuyo fallo podrá ser impugnado ante el Tribunal Superior de Justicia Electoral (TSJE) y, eventualmente, ante la Corte Suprema de Justicia. Cada una de las Cámaras dejaría, pues, de ser juez exclusivo de sus propios miembros en lo que a sanciones respecta, ampliando irregularmente el ámbito de competencias de la Justicia Electoral, la que solo puede pronunciarse acerca “de los derechos y de los títulos de quienes resulten elegidos”.
Otro feroz palo introducido en la rueda para proteger a legisladores corruptos lo constituye la exigencia de la previa intervención judicial que había sido prevista en la Ley N° 6039/18 (bautizada por la gente como “de autoblindaje”), que fue vetada en esa parte, con mucho tino, por el expresidente Horacio Cartes. Ahora, taimadamente, la quieren introducir de nuevo por la ventana.
Peor aún, del art. 2º, in fine, del nefasto proyecto de ley podría desprenderse que la Justicia Electoral solo actuaría cuando la causal invocada sea el “uso indebido de influencias”, dado que el “tráfico de influencias” constituye un delito que conlleva una responsabilidad penal, debiendo encargarse de él la Justicia Ordinaria y no la Justicia Electoral. Siendo así, el impresentable Carlos Portillo y otros legisladores de su misma ralea no podrían ser expulsados de la Cámara que deshonran ni por una resolución de sus pares ni tan siquiera por un fallo de la Justicia Electoral, sino solo en virtud de una condena dictada en un juicio penal al cabo de largos años. Es decir, reavivaron el “autoblindaje” de una forma velada, porque no existe el menor interés en sanear el Congreso.
Con independencia del contenido del referido adefesio, cuyo tratamiento continuará en una fecha incierta, salta a la vista que la gran mayoría de los diputados solo buscaba un pretexto para evitar desprenderse de unos sinvergüenzas de tomo y lomo, pensando también en sí mismos: el famoso “hoy por mí, mañana por ti”. Exhibieron un repudiable espíritu de cuerpo para seguir profanando sus respectivas bancas. Además, es muy improbable que el proyecto de ley sea sancionado por el Congreso antes del 21 de diciembre, fecha en que se inicia el receso parlamentario hasta el 1 de marzo, lapso durante el cual Portillo y compañía podrán dormir sin que nada perturbe sus sueños.
Sin duda alguna, aquí se trata de protección política lisa y llana. El 27 de diciembre de 2017 los senadores no necesitaron un reglamento interno ni mucho menos una ley para librarse de Óscar González Daher. Bastó con que, como correspondía, se le haya otorgado la ocasión de defenderse, que desaprovechó. Pero los diputados creen ahora imprescindible la intervención judicial, innecesaria a la hora de destituir al presidente de la República o a un ministro de la Corte Suprema de Justicia “por delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos”, como el de tráfico de influencias.
Lo que está ocurriendo entre los legisladores es el temor de que la existencia de una vía expeditiva para depurar el Congreso de la basura que lo cubre, arrastre a una gran cantidad de sus miembros, incluyendo al mismo presidente de la “honorable” Cámara de Diputados, el colorado Miguel Cuevas, investigado por malversación de fondos en la Gobernación de Paraguarí. Como el deporte preferido de los legisladores es el tráfico de influencias, las Cámaras eventualmente podrían hasta quedar sin quorum. El Parlamento se ha convertido así en un vulgar aguantadero.
Los senadores y diputados no han aprendido la lección y continúan tocándoles las orejas a los ciudadanos y las ciudadanas, que les pagan el sueldazo y otras ventajas que tienen. No debe descartarse, por tanto, que la paciencia popular explote de nuevo y se repita aquel episodio en que los “representantes del pueblo” huyeron como ratas por la parte trasera del Congreso para eludir la indignación de sus representados.