DD.HH.: preocupación de marketing

Un reciente seminario organizado por el Ministerio Público en nuestra capital trató sobre crímenes políticos, o sobre su denominación genérica actual de “crímenes de lesa humanidad”. Hay que atribuir a las organizaciones de DD.HH. la propagación de la falacia de que crímenes políticos son solamente aquellos perpetrados por un Gobierno a través de sus agentes. Pero el tiempo transcurrió y los organismos públicos actuales ya no son las principales amenazas que las personas debemos temer y encarar, sino las violentas organizaciones de la delincuencia común, en particular del narcotráfico, y las del extremismo político. Pero como las organizaciones de DD.HH. consideran que los crímenes perpetrados por estos grupos están “fuera de su ámbito”, es inevitable que la gente acabe infiriendo que son simpatizantes, o por lo menos indiferentes, respecto a las fechorías del terrorismo.

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A partir de la iniciativa del Ministerio Público y con la concurrencia de expositores nacionales y extranjeros, acaba de culminar en Asunción otro seminario sobre crímenes políticos o, como ahora se prefiere denominarlos genéricamente, “crímenes de lesa humanidad”.

Es preciso entender que las organizaciones y personas que se ocupan de este problema suelen emplear el término “crímenes de lesa humanidad” para referirse únicamente a actos violentos perpetrados por funcionarios de organismos gubernamentales, en particular, los de orden público. Y hay que atribuir a las organizaciones de DD.HH. la propagación de la falacia de que crímenes políticos son solamente aquellos perpetrados por un Gobierno a través de sus agentes.

Este engaño –o simple error, si se quiere ser más condescendiente– proviene del hecho de que esas organizaciones nacieron, se constituyeron y definieron para actuar en casos en que los DD.HH. sufrieran atentados de parte de los Gobiernos, no así para los demás, habida cuenta, seguramente, del dato histórico de que, durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX, en América Latina, en casi todos los casos de violación de derechos y garantías fundamentales de las personas, eran los regímenes gobernantes los perpetradores.

Pero el tiempo transcurrió y los organismos públicos actuales ya no son las principales amenazas que las personas debemos temer y encarar, sino las violentas organizaciones de la delincuencia común, en particular del narcotráfico, y las del extremismo político. Esta diferencia entre épocas históricas y lo que las actuales generaciones perciben respecto a las amenazas contra su libertad y sus demás derechos, es lo que los miembros de estas organizaciones de DD.HH. todavía no logran comprender ni manejar adecuadamente.

Por ejemplo, si un grupo político organizado en banda de índole guerrillera o terrorista extorsiona, secuestra, mata, y en cierto momento alguno de sus integrantes es capturado por la policía y en el procedimiento recibe algunos golpes, las organizaciones de DD.HH. de inmediato intervienen preocupadas por el criminal, pero no se ocuparán de los crímenes que cometió ni los que comete la banda a la que este pertenece. Las personas afectadas directa o indirectamente por esta clase de violenta situación no logran comprender esa actitud ni, menos aún, aceptarla, por más explicaciones teóricas que se les den. La ficción de que los organismos públicos son los únicos, los mayores o los principales violadores de los derechos humanos ya no puede sostenerse hoy en día en América Latina; menos todavía en el Paraguay.

En efecto, la gente, que no hila tan fino con esos marcos conceptuales y definiciones en las que se afanan esas organizaciones, desearía verlas ocupándose también, con el mismo interés, de los crímenes que las bandas terroristas perpetran en nombre de ideologías, doctrinas y programas políticos. Pero como las organizaciones de derechos humanos a estos casos los consideran “fuera de su ámbito”, es inevitable que la gente acabe infiriendo que son simpatizantes, o por lo menos indiferentes, respecto a las fechorías del terrorismo, o que estos crímenes no integran la misma clase que los de “lesa humanidad” y, por tanto, no reciben su atención.

En conclusión, el seminario aludido –otro más entre tantos ya realizados sobre el mismo tema– se promueve como de formación e intercambio de experiencias en el juzgamiento sobre delitos de lesa humanidad, a fin de “propiciar nuevas actitudes de operadores de justicia que permitan generar procesos de cambio basados en ejes de verdad, justicia, memoria, reparación y garantías de no repetición”. Es decir, detrás de este palabrerío tantas veces escuchado en nuestro país durante los últimos cincuenta años, cuando menos, hay que entender que la reunión está dirigida, específicamente, a los funcionarios del ámbito tribunalicio; o sea, para analizar el trabajo de fiscales, jueces y magistrados en casos de violaciones de DD.HH.

Los organizadores invitaron a que viniera a dar una charla sobre el tema al exjuez español Baltasar Garzón, quien manifestó, entre otras cosas, que “una democracia en la que la justicia no funciona, no es una democracia; una paz en la que la justicia no contribuye a que sea una paz justa, es una paz de marketing”. Buenas ideas, ya escuchadas antes, pero que todavía no han surtido efecto en nuestra justicia.

Lo que los visitantes extranjeros tendrían que venir a enseñarnos es cómo hacer que los fiscales, jueces y magistrados con competencia e intervención en los casos de crímenes políticos adquieran el coraje personal suficiente para actuar en contra de personas que todavía son poderosas e influyentes, o cuyos descendientes lo son en grado suficiente como para tomar represalias.

Es preciso recordar que la mayoría de los crímenes de represión y opresión políticas cometidos bajo la dictadura de Stroessner quedó impune por la indiferencia o la pusilanimidad de fiscales, jueces y magistrados, intimidados por los políticos, sobornados o, simplemente, porque, en el fondo de su mente, simpatizaban con los métodos dictatoriales de aquel régimen o estos les resultaban indiferentes.

En seminarios como este, los organizadores deberían llevar los expedientes de los casos judiciales en que los criminales políticos quedaron sobreseídos, o fueron declarados inocentes por inacción o ñembotavy de los fiscales acusadores, o por prevaricación o cobardía de jueces y magistrados, a fin de estudiarlos en talleres destinados a crear mecanismos aptos para impedir que la misma cosa continúe sucediendo y que esas mismas personas sigan abonando la impunidad.

De otro modo, para lo único que sirven estas reuniones es para charlar sobre cómo deberían funcionar las cosas en la sociedad y en los tribunales, y lamentarse de que no sean así, pero sin intentar nada realmente efectivo al respecto. Parafraseando a Garzón, parecen seminarios para publicitar “una preocupación de marketing”.

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