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Con el triunfo electoral del presidente Mauricio Macri en Argentina y de la oposición unida en las elecciones parlamentarias en Venezuela, la marea de la historia de nuestro continente comienza a fluir inexorablemente en dirección contraria al trasnochado socialismo bolivariano, poniendo en remojo las barbas de los gobernantes que han tomado partido a su favor y que hasta hoy detentan el poder.
La resaca del kirchnerismo chavista se ha retirado mar adentro dejando en las costas argentinas su tendal de basura que el nuevo gobierno debe limpiar: pobreza, desocupación, deuda pública en default, aparato productivo atosigado y compromisos de asistencia social imposibles de cumplir por carencia de recursos, entre otros problemas.
En Venezuela, aunque el triunfo electoral legislativo le ha dado a la oposición democrática el control absoluto de la Asamblea Nacional, el presidente Nicolás Maduro ha rechazado cualquier entendimiento con los representantes del pueblo soberano. Pero más temprano que tarde no tendrá más opción que aceptar lo que la voluntad popular le imponga. Allí también solo será cuestión de tiempo para que pase a la trastienda de la historia el chavismo sin Chávez que Maduro pretendía eternizar.
No debe sorprendernos la emergencia de doctrinas políticas no democráticas en el mundo, ni su colapso estrepitoso en el clímax de su poder e influencia. Recordemos lo que sucedió en Europa en el siglo pasado: la confrontación entre totalitarismos de derecha y de izquierda, entre fascismo y nazismo, por un lado, y comunismo soviético por el otro. Los primeros desaparecieron en el fragor de la II Guerra Mundial. La victoriosa Unión Soviética subyugó a los países del Báltico y de Europa del Este y se enfrentó con sus exaliados de Occidente, provocando la Guerra Fría que duró 45 años, hasta la desintegración de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín.
El comunismo soviético, que hasta entonces dominaba medio mundo, se esfumó de la noche a la mañana, sin dispararse un solo tiro, cuando millares de ciudadanos rusos coparon la Plaza Roja y los soldados rehusaron disparar contra sus conciudadanos desde sus tanques. Ese episodio marcó el principio del fin de la superpotencia atómica comunista.
Pero antes de desaparecer, el comunismo soviético logró plantar sus reales a menos de 200 millas del territorio continental de Estados Unidos de la mano de Fidel Castro, instalando en Cuba misiles con ojivas nucleares y armamento atómico táctico que, de haber explotado la guerra, hubiera matado a unos 100 millones de norteamericanos y otro tanto o más soviéticos. La ironía subyacente en ese episodio de la Guerra Fría es que tan poderoso enemigo colapsó estrepitosamente por acción de su propio pueblo y no por la de su poderoso adversario.
Con tan manifiesto destino de fracaso del comunismo totalitario, solo será cuestión de tiempo para que la onda expansiva del fervor ciudadano que en su tiempo desintegró la Unión Soviética, y ahora dio la victoria al presidente Macri en Argentina y a la oposición unida en Venezuela, alcance también a los gobernantes que aún se aferran a esa nefasta ideología en Brasil, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, sojuzgando y empobreciendo a sus pueblos.