Cargando...
Un total de 42 diputados de diferentes partidos que se abstuvieron, seis que salieron en su defensa y cinco ausentes impidieron ayer desalojar de su banca a un ladrón confeso de fondos públicos, el diputado colorado José María Ibáñez. Los 27 legisladores que votaron por la pérdida de investidura no alcanzaron los 53 votos para conformar los dos tercios necesarios. Parecía que hasta tenían vergüenza de dar públicamente la cara por el impresentable de marras, pues el contrabandista confeso Carlos Núñez Salinas y el cuestionado Basilio “Bachi” Núñez intentaron evitar que la votación fuera nominal, sin conseguirlo. En consecuencia, Ibáñez queda impune y continúa ocupando su banca en la “Honorable Cámara” a la que pertenece.
Ya se venía especulando con que la convocatoria realizada para tratar su caso estaba pensada para blanquear al “correlí”, con el respaldo de la “ley de autoblindaje”, normativa recientemente pergeñada por una mayoría de legisladores, con la finalidad de que ellos la usen de escudo para salvar su pellejo, exigiéndose la mayoría de dos tercios para una posible condena o expulsión.
La primera demostración de la eficiencia del autoblindaje acaba de darse en el caso del diputado Ibáñez, autor confeso de hechos ilícitos, entre los que descuellan el tráfico de influencias y la estafa al Estado. De este modo, el art. 201 de la Constitución puede considerarse derogado de facto y arrojado por los legisladores al tacho de basura, pues establece que un legislador pierde la investidura, entre otras cosas, por “el uso indebido de influencias, fehacientemente comprobado”, que es lo que ocurrió en este caso.
Que nuestro Congreso está plagado de cobardes, hipócritas y corruptos es algo que, lastimosamente, acaba de comprobarse en forma fehaciente. Cobardes, como los diputados que se abstuvieron de votar, los que votaron en contra de la sanción y los que se ausentaron para no dar la cara ni figurar en el acta de la vergüenza que esa sesión iba a producir. Hipócritas, como el acusado, que ni siquiera logró mostrar el último gesto de decencia de renunciar a la banca que ensucia, y que, tras invocar palabras de San Pablo, asumió el soberbio lugar de un perdonavidas de la gente, cuando que es él quien debería pedir perdón a la ciudadanía. Hipócritas también como “Bachi” Núñez, Pedro Alliana y Carlos Núñez Salinas, proponiendo que el voto sea electrónico y no a viva voz, con el supuesto pretexto de “agilizar” los trámites. Y, en fin, corruptos, como los que otorgaron la impunidad a Ibáñez, ubicándose así a su misma altura, para aprovechar las circunstancias y continuar medrando del mismo deshonroso modo.
Los diputados sinvergüenzas tenían también otro motivo para arrojar el salvavidas a su colega, porque evitando que este sea sancionado debidamente erigen una valla insalvable para sacar de apuros a otros legisladores que tienen cuentas pendientes con la Justicia y la decencia. “Hoy por ti, mañana por mí”, es la fórmula siempre vigente en nuestro Congreso. Se mencionaba el “efecto dominó”, temiéndose que, si dejaran caer a Ibáñez, detrás de él se tendrían que ir al menos una docena de legisladores más de pésima fama y desempeño.
Porque es preciso tener en cuenta que allí están, intentando pasar desapercibidos hasta alcanzar un discreto olvido, los privilegiados de las “listas sábana”, como el repudiable senador reelecto Óscar González Daher, quien, en el periodo legislativo recientemente fenecido, fue despojado de su investidura y luego imputado por el Ministerio Público por tráfico de influencias, pese a lo cual volvió al Senado, acompañado de su “ilustre” colega, Víctor Bogado, en su momento acusado de estafa y cobro indebido de honorarios, trámite judicial inmovilizado gracias a la habilidad de sus abogados para hallar subterfugios e interponer chicanas, con la oportuna anuencia complaciente de jueces venales o cobardes. Pero hay otros varios pájaros de cuentas que se hacen llamar “honorables” senadores o diputados.
La caradurez del diputado Ibáñez no tiene límites, ya que después de reconocer sus detestables delitos intenta presentarse como víctima de una “cacería de brujas”, culpando –cuándo no– a la prensa de persecución, especialmente a nuestro diario. “Lo que pretenden hacer conmigo es un linchamiento público”, afirmó también, sin pensar que fue él mismo quien se colocó la soga al cuello.
“No fui condenado, por lo tanto, no tengo inhabilidad para ejercer la función para la que fui electo”, dijo con toda razón. Lo que no mencionó es que tiene en sus manos a una Justicia genuflexa ante sus patrones políticos y que admitió haber delinquido.
El caso de José María Ibáñez no guarda relación exclusivamente con la ley y con la política, sino con la moral pública, que la ciudadanía reclama recuperar para poder pensar en un país mejor para el presente y para el futuro. Este legislador estafó al Estado haciendo contratar a sus caseros particulares como si fueran funcionarios públicos; no satisfecho con esto, él mismo cobraba los salarios, de los cuales entregaba a sus empleados solo una parte, mientras él y su esposa se quedaban con el resto. A la estafa y al tráfico de influencias para perfeccionarlos se sumó, pues, el raterismo simple y llano. Es decir, robó por partida doble: al erario y a sus empleados. Y si se considera que estos hechos fueron admitidos por el acusado frente a un juez, en lo que a él respecta ya no queda nada más por averiguar para sostener que se trata de una persona indigna de figurar como representante del pueblo.
Ahora más que nunca los ciudadanos y las ciudadanas deben redoblar sus demostraciones de repudio hacia estos sinvergüenzas, como ya está volviendo a suceder como ocurriera un par de años atrás. El pueblo está aplicando así al menos una sanción moral a quienes la Justicia debería enviar a la cárcel para no continuar disfrutando de un bienestar y un alto cargo que no se merecen.