Con unos amigos fuimos a la ciudad de Acahay para conocer un cerro del departamento de Paraguarí. Ya estábamos viajando y, de repente, el bus paró la marcha mucho antes de llegar a nuestro destino.
“Mba’e la oikoa”, dijo Manolo; el chofer nos informó que el colectivo tenía desperfectos mecánicos. “Chore, en Capiatá recién estamos y ya son las 11, para mí que nos vamos de nuevo a casa”, exclamó Fiorella.
El chofer logró arreglar los fallos que tenía el bondi y discutimos entre todos si seguiríamos con el viaje, pues aún quedaban dos horas de camino para llegar a Acahay y temíamos que la noche nos alcance a la hora de subir al cerro. A pesar del percance, decidimos seguir; nadie pensó que esa elección iba a ser la peor posible.
Llegamos a Acahay al mediodía y debíamos caminar aproximadamente dos kilómetros, para comenzar a subir al cerro. Un camino de tierra, con yuyales a los costados, constituía el paisaje que presenciamos rumbo al destino. De repente, las risas y las alegres conversaciones fueron bruscamente interrumpidas por un “Aaay”; era Gustavo gritando de dolor, ya que una araña lo había picado.
“Guti, ¿estás bien?”, preguntó Luz preocupada; Gustavo contestó que la picadura del insecto le dolía, pero que quería continuar. Esto no me gusta expresé al grupo; primero se descompuso el bondi y, ahora, esto que le pasó al compañero. Para mí que desistimos y nos vamos a casa, dije a mis amigos.
“No, macanada es la picadura, jaha atu” dijo Guti; con mi amigo dispuesto a continuar seguimos adelante. A las tres de la tarde, logramos nuestro objetivo de llegar a la cima del cerro. No obstante, los momentos desafortunados aún no terminaban.
Dahiana, una de las integrantes del grupo, estaba sacando unas fotos a Gustavo; este último, con una increíble “suerte”, cayó a un gran hoyo y se golpeó la espalda. Guti sentía mucho dolor; pero debíamos descender, ya que la noche iba opacando al sol.
“Qué pucha, ya nos pasó de todo hoy, ahora, lo único que falta es que perdamos nuestro bondi”, he’i Lucita. Las palabras que salieron de una de las integrantes del grupo se cumplieron y estando a orillas de la ruta el bus no detuvo su marcha.
“Chore, ¿qué vamos a hacer?”, dijo Manolo; el colectivo que nos había pasado era el último que iba hacia Asunción y si queríamos llegar a nuestra casa, tendríamos que esperar hasta el amanecer. “Son las 18:00 recién, no tenemos bondi y Gustavo se siente muy mal”, expresó preocupada Fiorella. Guti comenzó a temblar por la fiebre que le estaba dando.
Para colmo, ninguno de los integrantes tenía señal en el teléfono, pues estabamos al costado de la ruta que une Carapegua con Acahay y, en ese lugar, solamente había árboles y yuyales. Repentinamente, Guti dejó de moverse.
A lo lejos, se veía venir una camioneta e hicimos dedo para que pare; el rodado detuvo la marcha y contamos al chofer que teníamos un amigo enfermo. Sin dudar, el desconocido nos llevó al hospital de Carapeguá; Gustavo no mostraba señales de vida y el temor de qué nuestro kapé no despierte se apoderaba de nosotros.
Cuando llegamos al hospital, Gustavo ya no respiraba y lo más temido ocurrió. Un viaje que había empezado mal terminó de la peor manera posible: con la muerte de nuestro amigo.
Por Alejandro Gauna (18 años)