La propuesta legislativa busca darle carnadura a una figura constitucional, que, a más de treinta años de su entrada en vigor, por carecer de reglas que organicen su funcionamiento, sigue sin cobrar vida jurídica plena. ¿Cuándo y cómo se adquiere la condición de senador vitalicio? ¿Es necesario establecer un mecanismo de incorporación? ¿Debe mediar voluntad para acceder al cargo? Los senadores vitalicios, al tener voz, pero no voto, ¿qué están habilitados a hacer (y qué no) en la Cámara de Senadores? Si pueden presentar proyectos de leyes y asistir a las sesiones, ¿también es posible que acudan a las reuniones de comisiones? Y si el acceso al cargo es voluntario, ¿puede renunciarse, entonces, en cualquier momento? ¿A qué régimen disciplinario están sujetos?
El proyecto de ley ofrece respuestas, a modo de disposiciones que regulan cuestiones elementales, como las aludidas, para la puesta en marcha de la senaduría vitalicia. Ahora bien, es dable reconocer que ellas obedecen a una concepción particular de esta figura, es decir, a una forma de interpretarla y organizarla. El lenguaje jurídico, y el constitucional principalmente, está atravesado por la generalidad, omisión e imprecisión, por lo que la lectura literal —y de buena fe— de nuestra ley fundamental es solo el punto de partida para determinar el alcance de las cláusulas constitucionales. El trabajo de dotarles de sentido, tratando siempre de modo leal su texto, conlleva una construcción comunitaria, en la que, si bien la Corte Suprema de Justicia tiene una posición preponderante, participan todos los poderes del Estado, en el marco de sus respectivas competencias, y también los ciudadanos. Todavía queda mucha discusión colectiva pendiente para que algunos de nuestros preceptos constitucionales estiren las alas.
Los académicos argentinos Christian Courtis y Roberto Gargarella, aunque refiriéndose a otro fenómeno (la postergación y relegamiento de los derechos sociales consagrados en Latinoamérica), sostienen que las constituciones tienen “cláusulas dormidas”, que cada tanto ganan vigencia a propósito de acciones públicas dirigidas a efectivizar su cumplimiento. Este proyecto de ley es un intento por despertar y activar la senaduría vitalicia. Al final de cuentas, como dijera el jurista paraguayo Daniel Mendonca, “una constitución, por sí sola, es únicamente un pedazo de papel. Lo interesante es lo que se hace con ella”.
Por otro lado, me parece importante destacar el momento en que el proyecto fue anclado, formalmente, en la agenda legislativa del Gobierno nacional: el informe de gestión de 2022.
La información suministrada por el presidente ante el Congreso respecto a su administración, cada primero de julio, al igual que las propuestas legislativas anunciadas, que, en teoría, reflejan el programa de gobierno y su visión política, deberían leerse en clave republicana. El informe presidencial al Congreso podría ser repensado y considerado como una verdadera herramienta de la cooperación y recíproco control entre los poderes del Estado. No es solo “un discurso más”. Allí hay potencial para estrechar las relaciones entre las funciones ejecutiva y legislativa (incluso la judicial), y, a partir de ello, monitorear, colaborando o impugnando el itinerario de la administración pública.
Dicho deber presidencial no tiene que ser visto como un ejercicio de mera retórica, sino, por el contrario, como un mecanismo sustantivo del sistema institucional. La presentación del proyecto está motivada también, según lo dicho, por tomarse en serio ese espacio diseñado para vigorizar la labor conjunta de las autoridades, en lugar de verlo, sin imaginación institucional, como un protocolo oxidado.
*Asesor jurídico de la Presidencia de la República.