La tarde estaba fría ese día de julio. Tras reponerse del shock de lo que acababan de ver, los vecinos empezaron a auxiliar al hombre herido de bala. El médico del pueblo llegó y en medio de la precariedad, lo único que pudo hacer fue aplicarle suero, pues por la gravedad del caso, debía ser trasladado al hospital de la ciudad más cercana, lo antes posible.
Mario estaba absorto, asombrado por el sonido de la respiración dificultosa de la víctima y de cómo la sangre salía a borbotones de la herida. Una voz lo sacó del letargo.
-Mario, nde lanchape manté jaguerahata koa (Mario, con tu lancha únicamente podremos sacarlo de aquí). Los caminos están clausurados por la lluvia. No hay otra manera- dijo el dueño de casa.
-Claro, solo que voy a necesitar más combustible- respondió Mario.
Rápidamente los vecinos empezaron a juntar dinero y Luis, sobrino del herido, fue a comprar nafta. En eso, la esposa del herido ya había llegado y lloraba sobre el cuerpo inerte de su marido.
Mario corrió hasta su casa y con ayuda de su esposa y sus dos hijos bajaron la lancha deslizadora hasta el río. Minutos después llegó Luis, con un bidón con 50 litros de combustible. Extendiendo los asientos de la lancha, improvisaron una camilla, en la que recostaron al herido, lo cubrieron con una sábana y una carpa, pues empezaba a lloviznar. Con las manos temblorosas, la esposa sostenía una rama del que pendía el suero.
El motor de 25 Hp arrancó, y tras encomendarse a Dios, los cuatro empezaron el viaje de 90 km que debían hacer por agua, rogando que el tiempo fuera suficiente para que aquel hombre resistiera.
Una travesía más para los habitantes de ese pequeño pueblo situado a 350 km de la capital. Donde no había luz eléctrica, hospitales equipados ni caminos de todo tiempo.
A los pocos minutos empezó una tormenta y el río Paraná se embraveció. El viento era cada vez más fuerte, las olas aumentaban en tamaño y fuerza, el agua iba entrando a la lancha.
La preocupación invadió a Mario cuando ya era imposible lograr avanzar debido a las fuertes olas, que no hacían más que arrastralos. No estaban ni a mitad de camino cuando tuvieron que volver a cargar combustible, los últimos litros que quedaban. De repente, el movimiento de la embarcación se empezó a sentir extraño.
-¡Estamos en un remolino! - Gritó Luis.
Sí. Un remolino de agua los atrapó y empezaron a andar en círculos. Parecía que la situación no podía empeorar, cuando en medio de la oscuridad paró el motor. Se habían quedado sin combustible. El pánico se apoderó del lugar cuando ya era medianoche.
-¡Voy a tirarme al río y nadar por ayuda!-gritó Luis en su desesperación.
-¡No! ¡No hagas eso, es peligroso y no va a funcionar, el agua corre muy fuerte!-respondió Mario.
-¡Auxilio! ¡Ayuda! - empezaron a gritar.
Estaban atrapados, andando en círculos. Mario tuvo una idea y empezó a bombear mecánicamente el último resto de combustible que había en el tanque.
-Si tan solo un poco llegara al motor, un pequeño impulso nos sacaría de este remolino-pensó.
Mario estaba arrodillado succionando la manguera del tanque de combustible intentando extraer lo poco que quedaba, las ráfagas de viento aumentaban y las olas eran más grandes. Luis se agarraba fuerte del borde de la embarcación, no lograban ver nada a causa de la intensa llovizna. En medio del caos, escucharon:
-Pongan la vela.
El herido estaba hablando. Todos se quedaron atónitos.
-Hagan una vela- repitió.
Su esposa rompió en llanto, pensando que el hombre se estaba muriendo y pedía que se encienda una vela para rezar por él.
-Reamanoooota piko chehegui! (¡¿Acaso te vas a morir de mi?!) - lloraba la mujer.
El hombre levantó una mano y señaló la carpa.
-El viento. Hagan una vela – dijo de nuevo.
La esposa y Luis se miraron, en un salto tomaron la carpa de los extremos y la extendieron. Ésta se infló y el fuerte viento hizo lo suyo, mientras Mario, con ayuda del único remo, terminó de impulsarlos hasta que lograron salir.
Después de unos minutos, vieron a lo lejos unas luces. Mario continuó remando. En un momento, distinguieron un cerro desde donde se veía la luz más cercana. También se veía una pequeña playa. Cuando se dieron cuenta de que estaban llegando a la costa, Luis se lanzó al agua, que le llegó un poco más arriba de la cintura. Tomó la cuerda de la embarcación y la remolcó hasta llegar a la playa.
Para ese momento, el viento y la lluvia ya se habían disipado. El cielo se fue aclarando y hasta se veían algunas estrellas. Muy diferente a lo que era media hora antes.
Luis subió el cerro y llegó hasta el centro militar cuya iluminación vieron desde el río. Preguntó en dónde estaban, y le respondieron: Corateí, un pueblo todavía a unos 15 km de su destino.
-Necesitamos llegar a un hospital. Tenemos un herido y nos quedamos sin combustible – relató Luis al militar que lo recibió.
El uniformado se limitó a explicarle cómo llegar al lugar donde conseguiría el combustible. Mario llegó junto a él y empezaron a caminar por las oscuras calles del pueblito. Eran las 4:00.
En un momento, la luz de una linterna los apuntó directo a la cara.
- ¿Máva pee? ¿Mba´e peipota? (¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?) - preguntó una voz.
Mario y Luis entrecerraron los ojos y pudieron ver a un hombre de unos 80 años, con un sombrero, botas y poncho, con cara de pocos amigos.
Luis le relató la situación y le comentó que buscaban combustible
-Entonces eran ustedes los que pedían auxilio- señaló. Mi hijo vende nafta, los acompaño- les dijo.
Tras conseguir la nafta, el anciano los acompañó hasta la playa. Estaba amaneciendo y el hombre observó en silencio la inusual escena en la embarcación. La sangre, la esposa con los ojos hinchados sosteniendo el suero, y el herido, que seguía con vida.
Mario cargó el combustible pero no hubo caso. El motor no arrancó.
Entonces, el anciano propuso otro plan.
-El pa’i tiene un jeep. Él podría acercarlos hasta el hospital de Ayolas, dijo.
Así fue. Luis acompañó a la pareja en el jeep rumbo al hospital.
Mario se quedó arreglando el motor y amablemente, el anciano le acercó cocido caliente con mbejú para desayunar.
Eran las 10:00 cuando Mario logró reparar el motor. Agradeció al anciano, se despidió y en solitario emprendió el viaje de retorno en su lancha.
Unas horas después de haber llegado a casa, Luis lo llamó por radio. Le comentó que lograron llegar al hospital y que el herido fue sometido a una cirugía que resultó exitosa.
-Mi tío está fuera de peligro. Los dos están bien, contó Luis.
¿Los dos?- preguntó asombrado Mario.
-No me vas a creer. Nos encontramos con el otro herido en el hospital, ¡El que le disparó a mi tío! - contó Luis.
Mario recapituló. Los protagonistas de la balacera del día anterior estaban vivos. Él había ayudado a salvar a uno de ellos y por ironía de la vida, éstos terminaron encontrándose en el mismo hospital. Recordó los disparos, la travesía, el peligro, la sangre, la muerte acechando, el grito de auxilio. Sintió algo de angustia, pero se consoló: Misión cumplida. Después de todo, había salvado una vida.