Una de las mayores paradojas de nuestra época es que un autor casi desconocido en vida esté ahora en todas partes.
La influencia del escritor checo Franz Kafka —que murió hace hoy exactamente cien años, el 3 de junio de 1924— en su propio terreno, la literatura, es, desde luego, enorme. Por mencionar solo algo de entre lo más reciente (y divertido) que se ha publicado bajo el signo de Franz Kafka, tenemos la novela corta The Cockroach (La cucaracha) de 2019, en cuya primera página el conocido novelista británico Ian McEwan nos cuenta: “Esa mañana, Jim Sams, inteligente pero nada profundo, se despertó de un sueño inquietante y se encontró transformado en una criatura gigantesca”.
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Gemelo invertido del Samsa kafkiano de La metamorfosis, el Sams de McEwan es, pues, un inocente insecto que un día, de modo inexplicable, se despierta metamorfoseado en un horrible primer ministro del Reino Unido. Destino bastante más degradante, si se me permite la observación, que el del joven viajante de comercio de la obra original de 1915.
Ian McEwan no fue el primero que parodió a Kafka: recordemos el cuento del autor de ciencia ficción británico Brian W. Aldiss “Better Morphosis”, de 1991, en el que una cucaracha se despierta una mañana para descubrir, con espanto, que se ha convertido... en Franz Kafka.
Para poner un ejemplo no paródico de la influencia de Kafka en sus colegas, mas atrás en el tiempo encontramos el entrañable relato del premio Nobel de Literatura Isaac Bashevis Singer “A Friend of Kafka” (“Un amigo de Kafka”), publicado en 1962. Pero a pesar de su calidad y de su influencia en la literatura posterior a él, hasta nuestros días, lo cierto es que el “fenómeno Kafka”, por así llamarlo, no es, stricto sensu, un fenómeno exclusiva ni principalmente literario.
O tal vez debamos decir, más diplomáticamente, que no se limita a lo estrictamente literario. En cierto sentido, la influencia de “Kafka” como fenómeno excede la de su obra propiamente dicha: Kafka es, en otras palabras, más “conocido” que leído. Cualquier persona puede, aun sin haber leído ni un solo libro, e incluso ni una sola página, de Kafka, entender o intuir el sentido del término “kafkiano”.
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Porque, a fuerza de omnipresente, el fenómeno Kafka permea incluso el lenguaje cotidiano, en el que ha dado nombre en prácticamente todos los idiomas actuales a la experiencia, ya universal en nuestras sociedades, que ese neologismo designa: la experiencia de lo “kafkiano”.
Que el “fenómeno Kafka” no es estrictamente literario lo demuestra también el hecho de que autor y obra son en este caso por igual familiares para el público y, sobre todo, que constituyen una especie de unidad funcional de sentido: juntos, representan algo tan fácil de entender como importante para nuestra época.
Por eso la reconocible imagen de Franz Kafka —con su delgada silueta y su moreno rostro de altos pómulos y tenue sonrisa— se solapa frecuente y significativamente con las de sus propios personajes -especialmente con las de Gregor Samsa y Joseph K., protagonistas de sus dos historias más famosas, La metamorfosis y El proceso, respectivamente-.
Junto con las historias escritas por Franz Kafka, esta imagen física del autor, impregnada con vagas pero universalmente aceptadas impresiones sobre su vida (solitaria, enfermiza) y su carácter (amable, reservado), atraviesa toda la cultura popular, desde el cine hasta TikTok, pasando por el rock, el k-drama, los videojuegos, el cómic, las series y el animé.
En el cine, una larga lista de cineastas ilustres, comenzando con nuestro coloso favorito, Orson Welles (El proceso, 1962), y continuando con Steven Soderbergh (Kafka, 1991), Michael Haneke (El castillo, 1997) y el ruso Valeri Fokin (La metamorfosis, 2002), por mencionar unos cuantos, han llevado a la pantalla grande tanto adaptaciones de obras de Kafka como relatos basados, ya en la obra de Kafka, ya en su vida, ya en ambas. Y, por lo general, han caído en la tentación (universal) de asimilar la figura y la biografía de Franz Kafka a la imagen y las peripecias de los protagonistas de sus relatos.
En este sentido, sin duda las imágenes cinematográficas “kafkianas” más profundamente grabadas en las retinas del público desde hace más de seis décadas son las del largometraje del titánico Welles El proceso, de 1962, adaptación de la kafkiana novela homónima (publicada póstumamente por Max Brod en 1925), con un joven, larguirucho y nervioso Anthony Perkins interpretando el papel de Joseph K. pero también, a los ojos de una vasta audiencia, en un plano subliminal —y no sabemos si deliberada o involuntariamente—, funcionando como “Franz K.”, como representación de nuestro hoy centenario escritor.
Kafka inspira, igualmente, series y miniseries, como la austriaca Kafka, estrenada este año. También inspira animés, como el memorable cortometraje de veinte minutos Kafuka Inaka Isha, basado en el cuento Un médico rural (uno de los pocos publicados en vida de Kafka, en 1919), que realizó en 2007 el director y guionista Koji Yamamura. En cuanto al rock, Kafka ha inspirado el álbum Metamorphosis (1975), de los Rolling Stones, en cuya portada los miembros de la banda posan parcialmente mutados en insectos.
Y también inspira videojuegos; tantos, que podríamos crear una sección de “Kafka para Gamers” en estas páginas o en El Suplemento Cultural de los domingos. Entre lo más reciente (de este año, 2024) hay que mencionar Playing Kafka, del estudio Charles Games, descrito por sus desarrolladores como “una aventura surrealista en el universo kafkiano” inspirada principalmente en tres de las obras más conocidas de nuestro autor: El proceso, El castillo y la Carta al padre. Un poco anterior es Metamorphosis (2020), juego en primera persona del estudio polaco Ovid Works. Y entre los más antiguos tenemos Bad Mojo, desarrollado por Pulse Entertainment en 1996, basado libremente en La metamorfosis y con personajes llamados Franz (en obvia alusión a Franz Kafka) y Roger Samms (un cuasi-anagrama de Gregor Samsa).
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Punto aparte para el survival horror “kafkiano” de una de nuestras franquicias predilectas: Resident Evil: Revelations 2 (Capcom, 2015) es un juego literalmente repleto de abiertas referencias a las obras de Kafka, desde los títulos de los episodios (“En la colonia penal”, “El proceso”, “La metamorfosis”...) hasta la declarada fascinación del lúgubre personaje de Alex Wesker por las obras de Kafka.
En cuanto a la influencia directa e indirecta de Kafka en el cómic, el tema merecería una enciclopedia en veinte volúmenes; baste mencionar aquí que sigue brillando radiactivamente la lisérgica biografía en viñetas ilustrada en los años 90 por el genio under de Robert Crumb (David Zane Mairowitz / Robert Crumb, Introducing Kafka, Totem Books, 1993).
Franz Kafka, que cuando murió apenas era conocido y solo había publicado un puñado de relatos, está hoy en todas partes. Hasta el Springfield de los Simpson tiene un Café Kafka que es frecuentado por los estudiantes de la universidad local debido a sus recitales de poesía. No en vano el poeta inglés W. H. Auden declaró en 1941 que si tuviera que nombrar al escritor que más se aproximara a tener con nuestra época la misma relación que Dante, Goethe o Shakespeare tuvieron con la suya, ese escritor sería Kafka. Y cuando una década después, en 1954, el novelista húngaro Arthur Koestler describió la vida bajo Stalin como “kafkiana”, convirtiéndose en uno de los primeros autores en usar oficialmente este neologismo hoy ubicuo, quedó claro que Auden, como de costumbre, tenía razón. Para todos los efectos prácticos, Kafka se ha convertido (se ha metamorfoseado, si quieren, como su Gregor Samsa) en algo menos y algo más que un escritor: en un símbolo.
¿Un símbolo de qué? ¿Del mundo actual?
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Sí y no. Abogado de día, escritor de noche, Kafka aparece, considerado en este sentido simbólico, como la figura estereotípica del genio aislado y visionario, lúcido intérprete de su época y, por eso mismo, adelantado a ella —fatalmente incomprendido, pues, por su propio “exceso” de comprensión—, profeta solitario de futuras pesadillas que supo anticiparlo todo o casi todo, desde los totalitarismos de los más diversos signos políticos hasta nuestra alienación pospandémica e hiperconectada y los mecanismos de vigilancia y control que nos acosan, pasando por el Holocausto, las degeneraciones burocráticas de los experimentos “socialistas” del siglo XX y los trapos sucios de la Guerra Fría.
La tuberculosis puso trágico y prematuro fin a la vida de Franz Kafka el 3 de junio de 1924, hace cien años, treinta días antes de que él cumpliera los 41. Era ya para siempre uno de los más grandes escritores de su siglo y del nuestro, pero el día de su muerte nadie lo sabía aún. Ni siquiera él mismo, que antes de morir, como es bien sabido, le pidió a su amigo Max Brod que quemara y destruyera todos sus manuscritos, pedido que Brod decidió desobedecer, ganándose con ello nuestra gratitud eterna.