El origen del nuevo virus
Cuando el nuevo coronavirus se daba a conocer en todo el mundo, aparecían los primeros bulos, que afirmaban que el patógeno era un arma biológica creada por China, o viceversa, para minar al gigante asiático.
Todas las especulaciones sobre el origen tenían una premisa: era artificial. Y en la ciudad china en la que se diagnosticaron los primeros casos, Wuhan, existe un laboratorio biotecnológico, donde, según estas teorías, debió de salir el virus, ya fuera a propósito o por error.
Esa teoría la alentaron medios como Fox News en abril, pese a que en marzo ya habían sido publicados en Nature “datos genéticos irrefutables” del origen animal del SARS-CoV-2, basados en que la estructura vertebradora del patógeno no deriva de ningún virus conocido previamente.
Además, una de las proteínas presentes, la S -distinta en animales y humanos- es más larga que la de sus homólogas de murciélago.
En aquel momento, decenas de científicos occidentales habían publicado también un documento en la revista científica The Lancet en apoyo de los colegas chinos que habían investigado el origen del nuevo coronavirus.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) confirmó en mayo que el virus tenía un origen animal y refutó su creación en laboratorio, pero siguieron circulando supuestos orígenes alternativos, como su creación por farmacéuticas para vender vacunas, complots de Bill Gates o George Soros, e incluso que el virus no existe y lo inventó la prensa.
La “plandemia”
El juego de palabras entre plan y pandemia -que en inglés es similar, “plandemic”- dio nombre a un documental muy popular en mayo, visto más de 8 millones de veces en Facebook y más de 7 millones en YouTube antes de ser suprimido tres días después.
En el vídeo era entrevistada la científica estadounidense Judy Mikovits, cuyas investigaciones ya habían sido refutadas por otros, lo que no evitó su fama, y que se publicara una secuela de “Plandemic” en agosto, vetada desde el primer momento y menos viralizada.
El término “plandemia” cuajó para definir la supuesta conspiración que argumentaba que la pandemia había sido inventada y que dio pie a grandes manifestaciones en agosto, con “plandémicos” junto a quienes rechazaban la distancia interpersonal y el uso de mascarillas para evitar el contagio.
En esa estela, el movimiento antimascarillas difundió varios bulos durante el año, como que los cubrebocas provocan hipoxia o intoxicaciones y causan infecciones o pleuresía, todos ellos desmentidos, siempre que el uso sea correcto.
Antivacunas con viento a favor
El movimiento antivacunas es uno de los más antiguos en la historia de la desinformación. Si desde 1852 fue obligatorio vacunar a bebés en el Reino Unido, poco después aparecieron asociaciones de opositores que en 1898 lograron una cláusula de objeción de conciencia para los padres.
A finales del siglo XX, dos casos también surgidos en el Reino Unido reactivaron a los antivacunas: un informe sobre niños con problemas neurológicos tras vacunarse de difteria, tétanos y tosferina -sin pruebas concluyentes- y una alerta por posible relación con el autismo de la vacuna contra sarampión, paperas y rubeola, tras una prueba que fue falsificada, según se supo en los años siguientes.
Pese al declarado fraude, el siglo XXI comenzó con ímpetu para los antivacunas, en especial por esa presunta relación con el autismo, nunca probada, pero alentada por personajes famosos como Robert de Niro o Donald Trump.
Que tienen efectos secundarios peligrosos, que previenen enfermedades erradicadas y que solo sirven para el negocio farmacéutico son tres de los más difundidos bulos antivacunas.
Como afirma la OMS, es “mucho más fácil padecer lesiones graves por una enfermedad prevenible mediante vacunación que por una vacuna”, pues “los beneficios de la vacunación superan largamente los riesgos”. Y si acabaran las vacunas, reaparecerían pronto enfermedades casi erradicadas.
La OMS calcula que evitan entre dos y tres millones de muertes cada año y además permiten reducir la propagación de la resistencia a los antibióticos.
La pandemia de coronavirus reactivó en 2020 a los antivacunas, que desplegaron un sinfín de falsedades para meter miedo; por ejemplo, que las vacunas basadas en ARN mensajero producen alteraciones genéticas, cuando no es posible porque una vez generada la respuesta inmunitaria la molécula se degrada.
Otra filfa era que la covid-19 es causada por un ingrediente de la vacuna antigripal, el polisorbato 80, pese a que no hay evidencia científica de que ese estabilizador sea inseguro. Tampoco es cierto que una vacuna de Bill Gates causase un reciente brote de polio en África, ni que se elaboren con tejidos de fetos abortados ni que el coronavirus se propagara a partir de vacunas de gripe contaminadas.
“Las vacunas son los fármacos más seguros, no hay un producto con menos efectos secundarios”, explicó a EFE Verifica el doctor Jesús Molina Cabrillana.
Si la “plandemia” fue la estrella de la desinformación en 2020, todo apunta a que los antivacunas marquen el ritmo en 2021, año en el que la vacunación puede ser el factor principal para que la pandemia remita.
Despliegue contra el 5G
El temor a las nuevas tecnologías ha ido siempre ligado a la evolución humana. Los campos electromagnéticos en general y las telecomunicaciones en particular han estado en el foco de los escépticos, sobre la base de que faltan evidencias científicas a largo plazo de su inocuidad para la salud, pero extendiendo rumores sin rigor.
En 2020 la quinta generación de las telecomunicaciones (5G) generalizó su despliegue en Europa y ganó, pues, visibilidad precisamente en el año pandémico, lo que hizo que se cruzaran conjeturas y dieran lugar a híbridos: bulos que relacionaban 5G y covid.
No hay ninguna prueba de esa vinculación, pero se han sucedido desinformaciones virales en ese sentido durante 2020; entre ellas, que causa colapsos respiratorios o que la Unión Europea confirmó el daño a la salud.
El auge de Qanon
El cantante español Miguel Bosé arremetió en 2020 contra vacunas, mascarillas, farmacéuticas, Bill Gates y el 5G, todo con afirmaciones falsas. Esa mezcolanza conspirativa es cada vez más profusa, pues, como han indicado muchos expertos, quienes creen en una teoría son propensos a creer en otras.
En Estados Unidos desde 2017 -y de forma creciente en Europa- hay una teoría de la conspiración aglutinadora del resto, en la que caben todas las demás, sin casi excepciones: QAnon.
Se originó en 2017 a raíz de unas supuestas revelaciones secretas sobre que una élite pedófila rige el mundo, con Hillary Clinton, Barack Obama y el papa Francisco en la cima. A ellos les atribuyen el rapto de niños y cualquier otra fechoría imaginable, así como intenciones genocidas, entre las que se encontrarían vacunas y el 5G como herramientas.
En ese contexto, la pandemia de coronavirus fue un maná para QAnon, que vio aumentar sus grupos y etiquetas en las redes sociales.
Ya hay un intento de freno: en julio Twitter prohibió miles de cuentas asociadas a QAnon; en agosto siguió la misma senda la empresa de Mark Zuckerberg en Facebook e Instagram, y en octubre restringió también YouTube la multitud de desinformación con la que los “anon” inundaban la mayor plataforma de vídeos.