Los miedos acerca del calentamiento global, que alientan acciones y manifestaciones en todo el globo, han tenido en el país que figura entre los principales emisores de CO2 del planeta un efecto inesperado en la salud mental.
Seis de cada 10 estadounidense dicen que están “algo preocupados” por el clima y 23% declara estar “muy preocupado”, según una encuesta de las universidades de Yale y George Mason realizada en marzo y abril.
No ayuda a disipar la angustia el contraste entre la actitud de buena parte de los líderes mundiales, que a partir del lunes se reunirán en Madrid en la Conferencia sobre el Clima de la ONU (COP25), y la del presidente Donald Trump, que retiró a Estados Unidos del acuerdo de París y se ha encargado de flexibilizar o directamente eliminar muchas de las políticas “verdes” de su predecesor, Barack Obama.
La tormenta psicológica se apoya en angustias disímiles, lo mismo por el uso del plástico que por las inequidades ambientales sujetas a la clase social.
Sus consecuencias llegan a casos extremos como el de Kate Schapira y su esposo, una pareja del estado Rhode Island (noreste) que decidió no tener hijos.
Pero esa no es la única forma en que Schapira, de 40 años, profesora del departamento de Inglés de la Brown University, está lidiando con esta incomodidad.
Según Schapira, su opción de no procrear excede al temor por el futuro de su descendencia en un mundo ambientalmente degradado, y tiene que ver también con no querer que el sentido de responsabilidad con el planeta “se reduzca al tamaño de una persona”.
La académica dice también que probablemente nunca vuelva a tomarse un avión.
Preocupada por lo que percibía de los demás como un reduccionismo de sus miedos a un “problema personal e individual” , decidió investigar si ese era “realmente el caso”.
Entonces, en 2014, Schapira salió a la calle con su puesto de “ansiedad por el clima”, que instala en espacios públicos como ferias de frutas y verduras. Al verla, es imposible no pensar en Lucy, la amiga de Charlie Brown y Snoopy en la popular tira cómica Peanuts, de Charles M. Schulz, quien ofrecía ayuda psiquiátrica sui géneris, a 5 centavos de dólar la consulta.
El puesto de Schapiro luce similar al del personaje e invita, también por 5 centavos de dólar, a los peatones en la ciudad de Providence, principal ciudad del estado de Rhode Island, a hablar sobre sus miedos ambientales.
Resultó pues que no era la única que experimentaba este tipo de ansiedad climática.
Del desdén a la alarma
Anthony Leiserowitz, director del programa de la Universidad de Yale sobre comunicación del cambio climático, dice que los estadounidenses pueden dividirse en seis categorías según sus reacciones a la crisis ambiental, un rango que va desde la alarma al desdén.
Suele creerse que solo “liberales blancos de clase media alta con buena educación que toman café cortado con leche” son los que se preocupan por el cambio climático, dice Leiserowitz. “Resulta que no es verdad”.
Ninguno de esos seis grupos está integrado principalmente por un segmento demográfico particular, explica, a excepción de los que expresan “desdén”, en el que “hombres blancos conservadores con buena educación” son la gran mayoría.
Tienen una percepción muy diferente del riesgo que los demás, explica Leiserowitz, en parte gracias a “una visión del mundo que llamamos individualismo”, que está presente de manera especialmente pronunciada en este grupo.
Desde luego, también son hombres blancos conservadores con buena educación quienes controlan la Casa Blanca, la mitad del Congreso y muchas de las empresas más poderosas del país, incluyendo las que lucran con combustibles fósiles.
“Todos” sufren ansiedad
Para Lise Van Susteren, una psiquiatra de Washington que ha estudiado el impacto del clima en la salud mental durante los últimos 15 años, negar los peligros potenciales es común entre “gente que intenta negar que es demasiado vulnerable”.
“No tengo dudas al decir que creo que ahora, en cierto grado, todos tienen algo de ansiedad climática”, dice Van Susteren.
Según un informe de 2017 de la Asociación Psicológica de Estados Unidos y la oenegé ecoAmerica, respuestas psicológicas al cambio climático como “aversión al conflicto, fatalismo, miedo, impotencia y resignación” están creciendo.
Esta tendencia coincide con una serie de afecciones físicas, como asma y alergias. Sentirse impotente o abrumado frente a este problema puede, según Van Susteren, producir cuestionamientos sobre si las acciones individuales son significativas a la luz de la complejidad y la amplitud del problema climático.
Pero ese no es el caso de Debbie Chang, 43 años, que organizó en mayo un grupo de ayuda para la lidiar con la ansiedad climática en el National Mall de la capital estadounidense, también ha decidido no tener hijos e intenta mantener un estilo de vida “cero desperdicio”.
Chang lleva palitos de comer en su cartera como para evitar utensilios plásticos descartables, utiliza pañuelos lavables de tela en lugar de los hechos de papel, y cuando va a un restaurante no olvida llevar un recipiente metálico para llevarse a casa algún sobrante de su comida.
Hasta no hace mucho, explica, era difícil encontrar información sobre “ansiedad por el clima, duelo por el clima, frustración por el clima, ayuda psicológica por el clima”. Pero ahora “hay más”, dice Chang. “La gente está empezando a darse cuenta de que es un tema”.