Capítulo 1
A la caza del monstruo
Ese año, 1866, fue inolvidable. Todos los barcos que surcaban vieron una «cosa» enorme, fosforescente, más imponente y rápida que una ballena. Muchos la temían. Para otros, era un invento publicitario. Hasta que el Escocia, un barco considerado indestructible, fue embestido en el Pacífico Sur por un objeto de gran tamaño, que dejó en su coraza un boquete de dos metros.
Entonces, la gente comenzó a pedir a gritos que liberaran el mar de aquella bestia desconocida.
Mi nombre es Pierre Aronnax y soy profesor del museo de Historia Natural de París. Se me ofreció participar de la expedición en la fragata Abraham Lincoln, que zarparía desde Nueva York al mando del famoso comandante Farragut.
Me embarqué con mi fiel ayudante, Conseil. Y esa noche, la fragata se internó en las sombrías aguas del Atlántico. En el Abraham Lincoln también iba Ned Land, el rey de los arponeros. Ned era un canadiense enorme, de fuertes músculos y pocas palabras.
A mí me gustaba oír el relato de sus aventuras en los mares polares.
Después de doblar el Cabo de Hornos, llegamos al Pacífico. En la fragata, la tensión era tan grande que nadie pegaba ojo. Apenas podíamos comer.
Al cabo de tres meses, ya nadie podía soportar esta situación. Entonces Farragut pidió tres días para encontrar y matar el monstruo.
La noche del último día en medio de la sombra, pudimos ver el monstruo que, semisumergido, despedía un fuerte resplandor, mientras lanzaba grandes chorros de agua.
El capitán ordenó dar marcha atrás, pero el monstruo, con su brillo de metal, se aproximó a gran velocidad, dejando a su paso una estela fosforescente. «Es un narval eléctrico», dijo el capitán.
El cañón disparó, pero las balas parecían rebotar en la superficie del monstruo, que daba vueltas alrededor de la fragata, como burlándose de nosotros. Hasta que el terrible arpón de Ned Land dio en el blanco. Se oyó un ruido seco, la luz eléctrica del barco se apagó y todo comenzó a sacudirse. Salí despedido por encima de la borda y, sin tiempo de sujetarme, caí al mar.
Estaba a punto de ahogarme cuando sentí que me agarraban de la ropa y me transportaban hacia la superficie. Era mi fiel Conseil quien me salvaba la vida. Para mi desesperación, pude ver cómo se alejaba la fragata.
Pero como la esperanza está muy arraigada en el corazón del hombre, decidimos turnarnos para nadar, remolcándonos uno al otro. Las únicas ondas luminosas las generaba nuestro movimiento. Parecíamos sumergidos en un baño de mercurio inmóvil.
Al final, las fuerzas me abandonaron y solo recuerdo haber golpeado contra una superficie dura. Luego, me desmayé.
Cuando desperté me encontraba con Ned encima del monstruo, que era una especie de barco submarino con forma de pez. De repente, unos hombres enmascarados que aparecieron en la cubierta nos encerraron en una celda negra en el interior de esa extraña máquina de metal.
Intentamos comunicarnos con los dos hombres que entraron a nuestra celda, pero parecía que no entendían nuestro idioma.
Luego, entró un camarero y, para nuestra sorpresa, puso la mesa y nos invitó a sentarnos. Devoramos los exquisitos pescados que nos sirvieron, olvidándonos por un instante de todo lo demás. En los cubiertos de plata estaba grabada una inicial: N.
Sobre el libro
Título: Veinte mil leguas de viaje submarino
Autor: Julio Verne
Editorial: Sol90
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