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Planta plantae es el relato de una trayectoria vital, de un itinerario subjetivo, pero es un relato hecho de imágenes entre las cuales, no obstante, la del propio sujeto está ausente como tal, en forma directa. Planta plantae, pese a ello –o más bien, como se verá enseguida, gracias a ello–, no podría estar más llena del sujeto, presencia tácita que, ubicua, gravita en todo. Planta plantae registra la imagen vegetal que es y no es, también, imagen del sujeto por cuyos ojos y cámara vemos tal vegetación: el sujeto es (en) lo que mira, y estas plantas nos llegan mediadas por tal subjetividad que, implícita en las imágenes –primero vistas por él, que dispara y las fija con su cámara, y luego vistas por nosotros, que, así, al verlas, lo vemos a él sin verlo ni saber que lo vemos– se nos comunica.
Planta plantae, frente al álbum familiar que conserva presente la imagen de los miembros del grupo, es álbum interior, álbum de soledad, diario de ausencia. De ausencia en el sentido literal de lo invisible, y solo en este, pues la presencia es más fuerte que si se concretara en formas evidentes debido a que la cámara, aliada a las palabras que, «en off» y en latín, trazan la recta sucesiva y lineal del pequeño curso –el currículum– del tiempo vivido, se hace aquí herramienta de autoconocimiento.
Planta plantae narra los cambios internos en imágenes externas, las de las plantas del entorno; viaja desde la emoción silvestre de los extramuros de lo doméstico –el yuyal, el desorden, la aventura– en Infantia y la sensual turgencia de las formas en Pubertas hasta el regreso, con otro rostro, de la intemperie, la aventura y la búsqueda en Maturitas y el poético y terrible silencio de Senectus mientras el sujeto subsiste cual verdadero subjectum o hypokéimenon, aunque ya no aristotélicamente inmutable, sino esencialmente mutante.
Planta plantae apunta adentro, apuesta a la exploración de la estructura intrínseca de la subjetividad, exploración fotográfica de los indicios del paso del sujeto y su mirada y de los cambios de lo visto por el ojo – y por ende también de los cambios del ojo, y del sujeto del ojo– a lo largo de la existencia, como cabe leerlos en las imágenes de las plantas tal como fueron vistas en el tiempo.
Planta plantae toma la cámara como arma de autognosis para buscar o formular la clave del propio paso del sujeto por un mundo que, eterno o no, cuando menos dura más que él, transeúnte cuya mirada brinda su atmósfera a estas fotografías que parecen señalar con ello que en realidad nunca vemos nada más que a nosotros mismos, y que aun cuando miramos hacia afuera vemos solo (¿«solo»?) nuestro propio adentro.
Planta plantae, frente al álbum de fotos familiar que –aspirando a la memoria, apuntando a la posteridad, desterrando la muerte– fija la imagen de los que ya no están –o no estarán un día–, indica lo fugaz del sujeto en su contingencia esencial mediante la posición –tácita en el discurso, fuera de campo en la imagen– de este sujeto que observa un universo que lo supone al margen, personaje secundario en la historia de las plantas, y en el mundo, mero huésped de paso.
Planta plantae, frente al álbum familiar –cuyas estrellas son los miembros del grupo y cuyos hitos son nacimientos, aniversarios, reuniones en las cuales las personas son el centro de su mundo– subordina al escenario la mirada transitoria del sujeto que lo recorre, solitario, desde el margen.
Planta plantae deja que el tiempo de las plantas marque el ritmo del relato, que así, libre del sesgo antropocéntrico propio del álbum familiar, de la cultura y la sociedad en general, desnudo, es más íntimo y más humano, precisamente por ello y por paradoja.
Planta plantae no expone la imagen del sujeto de esta historia, de esta secuencia, sino que lo supone en las imágenes expuestas, que ese sujeto ha visto; a través de su mirada, el sujeto es la constante invisible del relato.
Planta plantae lleva al primer plano la delicada existencia de las plantas, por lo general ignorada, y, en el sitio habitual de estas –sitio de telón de fondo o decorado sin historia–, habla del ubicuo sujeto cuya mirada sostiene –hypokéimenon– imágenes y relato. Un sujeto concreto, particular, con nombre propio, obviamente, pero que, solitario detrás de las plantas o de sus fotografías, habla de todos. Planta plantae, con los textos en latín –la otrora lingua franca, pretendido idioma universal– que la ordenan y suman sentido a las escenas de las cinco partes de la serie, se propone como secuencia y relato universal; lleno de lo privado de la autobiografía, pues, así también apunta el relato a un más allá de sí mismo, al curso, en los términos más vastos e inclusivos, de la vida: saber estar sin nadie a veces es aprender a estar con todos.
Planta plantae no invade con la mirada el misterio de las plantas, el recogimiento sensible de su enigmático espacio, ni se apropia con la autobiografía de su discreta presencia en los reconocibles escenarios urbanos y los típicos escenarios domésticos cotidianos; no impone en ellos un protagonismo humano: los preserva en su distancia, distancia llena de intimidad, porque, del espacio, tal mirada hace espacio subjetivo y biográfico, hace, pues, espacio interior.
Planta plantae consiste en una serie de escenarios vacíos solo a simple vista, pues en ellos lo vital es la presencia, fuera de campo, detrás de cámara, voz «en off», revestida del sonido atemporal del idioma perdurable por antonomasia, de las palabras latinas que hablan desde la Antigüedad y para la posteridad: que hablan desde un antes del tiempo y para un después del tiempo.
Planta plantae utiliza palabras de un idioma asociado simbólicamente a lo eterno, palabras, así, simbólicamente eternas, para indicar lo finito del curso vital; palabras universales, para indicar lo particular de unos paisajes reconocibles.
Planta plantae es el mapa del tesoro de la memoria personal, intransferible, pero al narrar en la lengua de los clásicos –los que han sobrevivido a siglos y milenios, los que están a salvo de la caducidad– una vida en lugares familiares para cualquier habitante de Asunción –habitantes y lugares tan precarios, en su anonimato, ante la muerte, hechos para el olvido–, es una reflexión sobre la relación entre el tiempo, que pasa, y el arte, que, para nuestra tradición cultural, permanece; entre lo incomunicable de la experiencia privada y lo que se comunica en formas públicas que hablan de todos y que hablan a todos.
Planta plantae expone en lo próximo (el paisaje urbano, los escenarios típicos del mundo doméstico local) la perdida fascinación de su secreta distancia –que para la mayoría desaparece con los antiguos asombros de la niñez–, y en lo distante (el latín) su inesperada complicidad –atemporal, universal, «humana, demasiado humana», en fin– de prójimo.
Planta plantae presenta lo que perdura en aquello que se extingue; lo universal, en el rastro concreto de lo vivido. Perece la materia (en sentido aristotélico) y subsiste (en el mismo sentido) la forma, lo que (se) comunica más allá de nuestro yo individual y obsolescente. Nos sobrevive aquello que el sujeto tácito, pasajero, que cruza brevemente el extraño, asombroso, perdurable universo, logra a veces atrapar –carpe diem– de toda su indiferente, dura e implacable belleza: Ars longa, vita brevis.
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