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PARADOJA MECÁNICA Y ESTRUCTURA VITAL
El único instrumento que nunca conseguirá medir el tiempo es el reloj.
En general creemos que el reloj es objetivo en su medida del tiempo, es decir, que aquello que el reloj mide es el tiempo «objetivo». Nos parece que es así por la unanimidad de los relojes, que miden todos, sin excepción, un solo y el mismo ritmo, pero la verdad es que ningún reloj puede medir nada más que el tiempo que él mismo crea al funcionar, como efecto secundario del ritmo de sus propios mecanismos, que son, precisa y paradójicamente, los mismos mecanismos que utiliza para medir el tiempo que con ellos produce.
El reloj genera, en suma, eso mismo cuya existencia creemos, sin embargo, que confirma.
El tiempo, efecto del tictac de sus engranajes, es aquello cuya existencia creemos que ese mecanismo demuestra; el tiempo, tal como lo entendemos usualmente, tal como nos dirige, tal como nos gobierna, es el tipo concreto de espejismo propio del reloj.
En una obra literaria (buena, claro), por ejemplo, el tiempo real, el tiempo de la vida, forma parte de la constitución de cada personaje. Contrasta con el tiempo del reloj porque no solo no es homogéneo sino que singulariza en su unicidad a cada personaje, lo separa por su estructura cronológica y por su correspondiente y consecuente manera de estar en el relato, le da su timbre de voz, el color de sus pensamientos.
Un niño, por ejemplo, puede expresar en el relato, a través de sus gestos y actitudes, de sus actos y sus palabras, ese metro naturalmente pausado de cierta actitud contemplativa, de esa no forzada regularidad o de ese tipo peculiar como de despreocupada armonía, que son las características del tiempo de la infancia, la estructura cronológica de la experiencia infantil.
En cambio, el fin de un personaje trágico, desde el inicio condenado, aunque eso aún no se sepa de modo explícito, podrá ser obsesivo, cargado de apremio, de urgencia, expresar cualidades tales, por ejemplo, en un discurso interior o exterior lleno de sonidos y cadencias recurrentes, falto de treguas, como deliberadamente armado de paciencia, duro, obstinado y fijo, cual el del que recorre, lo sepa o no, el último tramo de la gran carrera, un ritmo que dé cuenta del incesante debatirse o de la angustia de unos temores mudos, inexplicables, de unos cuestionamientos incesantes y gratuitos y, por último, en medio de todo eso, de alguna clase de terquedad lúgubre.
La melodía triste de otro personaje, para seguir ilustrando esta materia, de uno, pongamos por caso, que se presienta que está perdiendo la dignidad o el control o la cordura, puede, en su voz, en su mirada, en las situaciones en las que participa y en el tinte de su presencia en ellas, sonar como un fondo barroco y una línea continua sobre dicho fondo que expresen ese proceso de disolución y de caída, de entropía, y el horror de una lucidez que insiste pese a todo.
SABER, SENTIR, PRESENTIR
La soledad tiene un tiempo, la inacción también lo tiene, también la compañía, también la dicha, la pena, la furia, el peligro y la guerra y la paz tienen un tiempo, y todo ello, por ejemplo, un buen novelista, conscientemente o no, lo sabe y lo utiliza para dar consistencia a cada hecho y dicho del relato y a las voces y las pausas o silencios.
Lo saben también los actores. Es parte del interpretar cada papel. Les indica cómo y cuánto se mueve y cómo mira, habla y calla su personaje.
Cada fisonomía tiene, a su vez, un tiempo. Y este último podemos percibirlo en quienes nos rodean o en aquellos con los que nos cruzamos, conocidos o desconocidos.
Como creemos usualmente en el tiempo del reloj, nada de esto podemos saber que lo sabemos aunque lo sepamos. Lo sabemos usualmente de un modo inexplicado u oculto.
A esta forma de saber, que en parte es conocimiento y en parte es ignorancia, la llamamos, por ejemplo, presentir, y, en general, no solemos darle crédito.
Veo al señor X, que arrastra las zapatillas y me mira aviesamente, y presiento –porque no tengo argumentos objetivos para decir que lo sé– determinadas cosas sobre él, aun si la opinión de quienes lo conocen mejor y desde hace más tiempo contradiga lo que presiento yo acerca de él.
Veo a la señora Y, mujercita voluntariosa, egoísta, fría y calculadora, con pasitos breves y veloces que van siempre derecho a una meta tramada sin piedad, la rapidez de su sonrisa sin labios, esa rapidez de máscara, y presiento de ella algo que tal vez no coincida con lo que de ella ven sus allegados.
La percepción, aun cuando se perciba un mismo objeto, es muy distinta en unas personas y otras, y la del buen escritor, diría yo, más vale que se la guarde para él solo o, si quiere darle forma, que la lleve en todo caso a la ficción, porque si la comunica a los demás como lo que es, es decir, como una forma inexplicada u oscura de saber, pero, al fin, como alguna clase de saber sobre la realidad, solo logrará que le juzguen malpensado, loco o paranoico, y cosechará el enojo y el desagrado de todos, pero además a nadie le será útil, pues probablemente nadie le creerá.
METAFÍSICA DEL CAPITAL
El tiempo real, el tiempo de la vida, es algo como movido toscamente a tracción por una suerte de lógica despiadada, que no respeta a nadie pero que da a todos cuanto tienen, a la vez que azota a todos sin cesar con la constante pérdida de esos dones.
El tiempo del reloj, en cambio, es algo disponible para que uno lo utilice a su favor, con provecho, a menos que decida darse el gusto de despilfarrarlo, pero, en cualquier caso, yo diría que nunca es tan terrible como el tiempo real.
No obstante, ese, el del reloj, es el que nos somete y el que presta su base a nuestra esclavitud, por ser homogéneo.
La concepción metafísica del tiempo como tiempo objetivo o tiempo del reloj define así nuestro destino en un sentido cultural o histórico. Una hora del tiempo del reloj, como un kilo de papas o un metro de tela, es algo que, al no ser único e irremplazable, sino parte de un continuo, repito, perdón por la insistencia, homogéneo, no es invaluable, sino intercambiable con cualesquiera otros segmentos –otras horas– del mismo continuo y, a partir de ahí, con otros bienes, una equivalencia solo concebible para lo no invaluable: es decir, es así algo susceptible de comercialización, de compra y de venta.
Y como siempre habrá alguien a quien le falte dinero y alguien a quien le sobre, al cabo venderemos nuestro tiempo real, el de la vida, tomándolo, para poder cobrarlo, como el del reloj. De esta manera, podremos venderlo por horas, como si vendiéramos papas por kilos o telas por metros. Por eso terminamos creyendo en los relojes, que son la base ontológica de la lógica que sustenta nuestras relaciones contractuales asalariadas.
Si yo dijera: «Sé que no entregué este archivo el día P sino el día Q, pero es que el tiempo del día P no lo podía dedicar a otra cosa que a esa a la que lo dediqué por el motivo Z –porque escribí un poema, porque salvé una vida, porque me enamoré, porque conocí a Dios o por algo que ni yo sé qué habrá sido, si se quiere–: era invaluable. Ni todo el dinero de su empresa lo habría podido comprar porque no era convertible a la medida del reloj», mi cliente o contraparte quedaría molesto, y tendría razón, pues el tiempo del reloj es, lo habíamos convenido socialmente, el que nos gobierna, y yo violo esa norma si digo que mi tiempo, sin importar cuán pobre sea yo o cuán rico sea él, por ejemplo, está de hecho por encima de sus posibilidades y que no puede comprarlo.
EL ÁNGEL DE LA HISTORIA
Uno es constantemente arrastrado, como el Ángelus Novus de Klee, a lo desconocido, al futuro, sin mediar su voluntad y sin control.
El futuro, como objeto epistemológico, es imposible, porque solo se puede conocer lo que (ya) existe.
Así que también lo cognoscible, como lo existente, tiene un tiempo. Por ende, se obstina a veces uno en mirar lo ya sido, que es lo que sí se puede conocer, y dar la espalda al abismo de lo ignoto mientras se lo lleva el huracán del tiempo. El abismo futuro al que se precipita el Ángel de la Historia es para nosotros, claro está, la muerte, así que el tiempo real tiene, visto desde este ángulo, cara y figura de monstruo.
Tiene cara y figura de monstruo, al modo de la brutal deidad filicida y caníbal del antiguo y terrible panteón griego (cuya forma mejor no se la dio, según creo, un griego antiguo sino un aragonés del siglo XIX).
El monstruo Cronos que goza la demente saciedad de su ansia, de su hambre loca de tragar y matar todo cuanto genera. Terror cronológico. Terror que dice lo vano e ilusorio del tiempo manejable, domesticado, homogéneo, que, por fantasmagoría, a la vez miden y producen los relojes. El tiempo como pánico arcaico y como trampa.
montserrat.alvarez@abc.com.py