Estructuralmente nuestra sociedad está quebrada. El porcentaje de población en situación de pobreza, que se aproxima al 30%, es reflejo de la inequidad social. Nuestros pobres no solo son pobres porque no tienen dinero, tampoco gozan sus derechos humanos fundamentales de vivienda humana, alimentación suficiente (según la FAO, el 10,7% de los paraguayos pasa hambre, superando la media regional), carecen de trabajo, no recibieron ni pueden dar a sus hijos educación escolar de calidad, y, por todo esto viven en condiciones infrahumanas. Sobreviven con trabajos informales o limosnas que le dan para subsistir día a día.
Es evidente que la pandemia no afecta a todos igual. Desde luego afecta más a los que mueren por efecto del virus, que a los solamente contagiados y se recuperan. La cuarentena nos afecta a todos, pero la parálisis social perjudica más a unas empresas y sus trabajadores que a otras. Según datos publicados hay 6.000 empresas de Paraguay a punto de quiebra, mientras que la coyuntura es probable que esté dando a otras oportunidades de crecimiento, por ejemplo, a las empresas farmacéuticas.
Pero lo indiscutiblemente evidente es que los trabajadores informales están aproximándose a la frontera de la muerte, no por contagio del virus, sino por efectos de nuestra grave y crónica injusticia social.
Arrastramos desde hace décadas un Estado, administrado por no pocos contagiados del virus de la corrupción, incapaz de curar a nuestra sociedad de sus endémicas, enfermedades sociales, que se hacen más patentes en las crisis colectivas.
Los subsidios, las ayudas que está ofreciendo el Estado y los grupos sociales organizados son servicios necesarios en la emergencia, pero no son la solución, porque no apuntan a las causas del problema, sino a uno de sus síntomas. Como dice el refrán de la sabiduría popular: “Pan para hoy y hambre para mañana”. Los problemas estructurales y endémicos no se resuelven con “ollas populares”. Bienvenidas éstas para el hambre de cada día, pero no acallemos con ellas nuestra conciencia, porque el problema radical sigue patente y además de ser social es político y ético. Es ético porque se ha producido y persiste por nuestros comportamientos. Y es político porque al ser estructural, la solución última está en manos de los tres poderes del Estado.
Entretanto se reestructura la sociedad, el sentido humanitario y la ética social nos proponen la vigencia urgente de la solidaridad, ese valor que mueve a la “adhesión o apoyo a causas o intereses especialmente en situaciones comprometidas o difíciles”.
Según algunos analistas, el dramático estado de la pandemia se agravó por el comportamiento insolidario del gobierno de Beijing, al ocultar en su informe oficial sobre el virus el 21 de Diciembre, parte de la información que tenían en Wuhan sobre el virus, omitiendo el dato de su extraordinario poder de contagio persona a persona. Ese dato lo pasó a la OMS un mes después, el 20 de Enero, cuando ya el virus se había propagado por muchos países. Lo más lamentable es el error de la OMS al marginar la información completa que casualmente el mismo 21 de Diciembre Taiwán pasó a la OMS, cuyo Director General desestimó. Por esta grave falencia de ética profesional y otros errores es comprensible la indignación del Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, pero no es plausible su falta de solidaridad con la salud del mundo al retirar de la OMS el aporte de EE.UU por valor aproximado de cuatrocientos millones de dólares al año. Si el problema es la incompetencia profesional y ética del Director General de la OMS, la solución razonable y justa es lograr su renuncia o la destitución del cargo.
Los parches por parte del Estado y de organizaciones y personas privadas a la situación de pobreza y a los empobrecidos en la crisis de la pandemia no son solución. Urge la solidaridad inteligente, eficiente y estable para resolver desde su raíz la injusticia social instalada a nivel nacional. E igualmente urge el valor de la solidaridad mundial para impedir y/o solucionar los desastres de la pandemia.