Precisamente, alrededor de esto de comprar y vender giran todos los asuntos políticos. Somos testigos de esta época del mundo que, según la cultura predominante, todo lo estimable y deseable está en el mercado; así, los cargos y puestos, las campañas, los votos, los títulos y diplomas, las representaciones, las togas, las preseas y los blasones; todo está en la compraventa, lo que no es para maravillarse porque ni es nuevo ni se oculta.
Es lógico, por tanto, que las candidaturas electorales también se compren y se vendan. Ahora mismo, se presenta un ciudadano ante la Cámara de Diputados a denunciar y pedir la pérdida de investidura para una diputada alegando que una vez “confesó” cuánto dinero le costó su candidatura, como si todos los que son electos no tuviesen que costeársela.
Pero ocurre que emplear verbos como “comprar” y “vender”, hoy en día tan en boga con la mercantilización del lenguaje, no tiene ya nada de extraño; menos aun de ilícito. “Hay que vender nuestro país en el mundo”, aconsejan permanentemente los promotores; que nos hablan también de vender “la marca país”, con la misma displicencia terminológica con que promocionarían un desodorante. Pues bien, entonces las organizaciones políticas deberían vender mejor sus marcas “diputado” y “senador”.
Hay mucho sinvergüenza calentando bancas, es cierto; y esto de sancionar, suspender, desaforar y desinvestir (si se permite el neologismo) puede ser una práctica purgativa útil para que el Legislativo se vaya desintoxicando; aunque, en realidad, la culpa por introducir bandidos al seno de los órganos de gobierno corresponde a las organizaciones políticas mucho más que a los electores. Si aquellas pusiesen filtros morales en sus cuadros, otro gallo cantaría en nuestros cuerpos representativos. Ya en sus internas los partidos deberían administrar el purgante de Alsacia, ese que ya produce efecto antes de salir de la farmacia.
No obstante lo dicho y concordado, la pérdida de la investidura de un legislador no debe ser la primera sino la última ratio; considerando algo importante: que con ello se anula una decisión electoral legítimamente democrática. Ahora parece que muchos creen que la validez de las investiduras de origen electoral está sujeta a que una mayoría coyuntural de legisladores la sostenga o la suprima. Otras personas, en la calle, son todavía más crasas, opinando que expulsar a unos cuantos legisladores mejorará la democracia. Y lo peor es que a veces aciertan, como el burro flautista.
Las controversias públicas entre legisladores y políticos en general, con o sin moquetes, proseguirán normalmente; no es grave. Además, son rencillas que no suelen sostenerse mucho tiempo; porque se trata de gente que tiende a reconciliarse con facilidad, de suerte que, después de enfrentarse ardorosamente, se los ve aparecer, un día cualquiera, convertidos en amigos y aliados. Se cuenta que, una vez, dos diputados españoles que se habían dado duro y parejo durante una sesión de las Cortes, salieron de la misma tomados del brazo en amable y sonriente conversación. Intrigados, los periodistas preguntaron a uno de ellos a qué se debía aquello, explicándolo este con otra anécdota: un inglés entró a un templo budista y se prosternó ante un gran ídolo de piedra, pronunciando una oración. Sus compañeros le preguntaron por qué lo hacía si él no era de esa religión; a lo que respondió: vean, lo hago por si estos ídolos vuelven a ser dioses alguna vez.
Escuché apuntar muchas veces que en política siempre hay revancha. De modo que los ídolos caídos en ella también pueden volver a ser dioses, alguna vez. A tenerlo en cuenta.