“Manicomio, cementerio o cárcel”

Solo quien haya traspasado la frontera entre la botella y la copa, puede entender de sus ardores, de sus pasiones, de esa des-inteligencia que la fue ganando; como una parte tonta más de su ilusoria existencia.

audima

La religión constituyó una gran manera de prestarse un prisma para observar al mundo. Con mandamientos, primero diez... luego dos... con dogmas, con ritos y con esas pocas ganas de despertar temprano los  domingos de mañana. La misa de 7:00 era esa manera de certificar su creencia y su buen desempeño cristiano. Luego, con los años, aparecieron otros ideales para compensar sus cuestionamientos divinos. La revolución, y los residuos hippies sirvieron por igual… las lecturas intentando comprender al mundo de forma racional. ¡Qué difícil se puso todo eso! El mundo ese al que quería cambiar, pero del cual tan poco sabía. Las remeras con la imagen del Che ganaron su vista, y la boina se instaló durante años en su imaginario.

Pero los años también pasaron y el libreto revolucionario dejó de servir. El tiempo había pasado por todos lados menos por esas ideas, que permanecían allí, aunque las llenaran de polvo muchas veces. Y es así que cuando todas las recetas fueron perfectamente dadas de baja por caducas, fue entonces cuando recurrió a la botella para tantos dolores.

Una copa era simplemente un regalo de los dioses. Un rato de felicidad vacío de preguntas. Una mirada con otro prisma. Una frontera que se traspasa sin percatarse. Y ahora… allí; sentada, entre tanto borracho… entre tanto residuo humano que conoció, quizás, la cárcel, la calle o el manicomio… se asombraba de con cuán poco mérito, logró, sin embargo, estar sentada al lado de ellos… como una colega, una par, una hermana que trascendió la frontera entre la botella y la copa. Todos llegaron con la misma aguja en la garganta. No obstante, ellos… los que ocupaban las demás sillas del salón, tenían más insignias ganadas en esa extraña lucha por sobrevivir en las tinieblas.

“El manicomio, el cementerio o la cárcel”, le dijeron. Eso la esperaba si no desistía. ¿Cómo viviría las siguientes 24 horas? “Solo queremos saber de tus 24 horas”, agregaron. Un día a la vez. ¿Cómo saber cuál de sus días sería ese día? Si existía un libreto total para cada persona: ¿cómo saber cuál de sus días sería ese día?, volvió a preguntarse, ¿sería un día normal, un día más? ¿El primero? ¿Acaso el último? ¿Cómo vivirlo si era el primero? ¿Cómo acabarlo si era el último?

Solo un repaso. Sabía que ingirió pastillas, pensaba dormirse. No para siempre. Solo para dormirse. Ganar al insomnio. Se tomó algunas, algunas varias. Las ingirió y luego pensó en que, tal vez, se le fue la mano. Tal vez no despertaría. La mañana fue una revelación. Estaba allí en su cama, en la misma posición en que había dormido. Con las manos cruzadas en el pecho por si hubiese exagerado en las pastillas. Estaba allí mirando todo y pensando que, tal vez, sería ella misma pero extraña. Y se extrañó de pensarlo, pero decidió que sería el momento de regresar a la autoayuda. Un café y una silla vacía la estarían esperando, la rehabilitación nuestra de cada día; la abstinencia nuestra que hace tan felices a los otros. Allí, como ella, habría tantos otros que no comprendían esas cosas del mundo, que no sabían por qué llegaron a donde estaban. Hermanos con los que recordarse mutuamente: “si no puedes venir, traéte”. Y fue así, que ella se llevó a sí misma, una vez más.

Emigdio no se había llevado a sí mismo. Lo llevaron sus familiares, uno de esos días en que amaneció en la calle. Pero aquel día lo había perdido todo: su bicicleta, su billetera, parte de su ropa y hasta sus anteojos. Para un hábil carterista como él, era casi una ofensa el ser robado; claro que no había mérito en “limpiar” a un hombre que inconsciente yacía en la calle, tan destruido como el alcohol pudo dejarlo. Llevaba seis meses en tratamiento y en sus ojitos risueños no se reflejaba mucho del pasado. Estaba aprendiendo un oficio, que reemplazara a ese arte que tanto dominaba: deslizar la mano en los bolsos de las señoras que viajaban en bus. Tenía manos finas y delicadas como si fuera un concertista… un concertista del hurto, en este caso.

Somos afortunados”, le dijo señalando hacia un grupo de personas reunidas a metros del salón que ocupaban. “Ellos tienen doble adicción. Deben pelear con las drogas y el alcohol”. “Somos afortunados”, respondió ella como un eco… y se calló el episodio de las pastillas, la bulimia y anorexia. Se calló de sí misma también, todos los demás demonios que prefería olvidar.

Ambos concurrían temprano a las reuniones. Al menos 60 minutos antes del horario fijado. Preparaban el salón y salían al descansillo de la escalera, a contemplar la tarde. O bien se sentaban en el escenario de la parroquia, de cara al polideportivo, para contarse mil cosas. Toditas claras en la memoria, ante la falta de etanol; salvo las grandes borracheras, que, no obstante, eran las que más querían, los líderes, que recordaran por siempre. “Recordar para no volver a caer”, les decían, pero ella tenía esos recuerdos muy difusos. Si había cruzado la frontera y solo un hilo muy fino anudado a su cuello, solo eso la había regresado. ¿Cómo ser cuerda de nuevo cuando todos tus tornillos se desajustaron? Ella lo abrumaba a preguntas existenciales y él que nunca se había preguntado por qué no había conseguido ser como ellos.

Algunos le dijeron que Emigdio era “especial”, una manera de insinuar que no era tan inteligente como los demás, o que no era tan cuerdo como los otros. Irónico se decía. Y recordaba a un amigo repitiendo la frase: “De cerca, nadie es normal”; y menos aún en rehabilitación, agregaba en sus adentros. ¿Qué pensarán? ¿Que el alcohol pasó sin hacerles daño? ¿Qué las drogas no les quemaron el cerebro? ¿qué creerán? ¿Que los brownies de mariguana por obra y gracia de la rehabilitación se transformaron en tortitas marmoladas? ¿Qué las pipas cannábicas se convirtieron en pipas de paz? ¿Qué pensarán? ¿Qué pensarán?!

Emigdio es “enfermito” le dijeron. Ummm… ¿qué serán ustedes?, se indignó pero lo dejó pasar. Era cosa del tiempo demostrarles que Emigdio estaba lejos del “manicomio, el cementerio o la cárcel”. No era tonto; al menos no más que cualquiera de ellos y sus tontos pérfidos demonios. Y en ese punto, ella, también se incluía. Las manos finas y suaves gesticulaban para ella mientras le graficaban episodios del pasado. Pero sin tristeza. Todas eran anécdotas tragi-cómicas de un ladrón adicto y campeón. El único recuerdo triste en los ojos grises, era la muerte de su madre. Por supuesto que Emigdio pasaba rápidamente ese capítulo. Era joven pero ya un adulto. No se justificaba seguir llorando a la madre como un niño pequeño. Así que ese episodio se lo guardaba lo más posible. Que los ojos ajenos no invadieran su recuerdo y dolor. Que lo dejaran en paz llevar por siempre su duelo; aún a costa de matarse un día de estos…con las calles vacías como único abrigo. 

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