Disneylandia

Ya desde Convergencia planteábamos la Reforma de la Justicia, a través de la Reforma Constitucional, y lo hacíamos en la pretensión real de asumir que no íbamos a eliminar la representación política (no nos dejarían hacerlo), pero, en el afán de equilibrar de alguna manera la injerencia políticopartidaria, propusimos que el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados y el Consejo de la Magistratura se fusionen en uno solo, que este último absorba las funciones de aquel, y que la representación de todos los estamentos (jueces, fiscales, defensores y funcionarios judiciales) tenga lugar, dando por sentado que el sector político del Congreso seguiría teniendo representación.

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Los ministros de la Corte son designados por pactos políticos, al igual que el fiscal general del Estado, y en el caso del defensor/a general, –un órgano extrapoder, que, a diferencia del Ministerio Público, ha tenido un salto repentino importante en crecimiento, siendo hoy una institución con presupuesto e infraestructura propios–, es probable que lo sea, a pesar de que la designación de la cabeza no la hace el Congreso, pero la hacen miembros de un Poder del Estado, y que han llegado, a su vez, a través de otros pactos políticos.

El cargo en cuestión merece especial atención, no por el rol que debería desempeñar esta institución –el acceso a la justicia y la protección judicial del sector más vulnerable, el de la pobreza–, ni por los intereses que se presentan en juego, sino porque en el repentino crecimiento, en esta corta etapa de su vida independiente, ya ha sido centro de repetidos cuestionamientos, en cuanto a la gestión administrativa y la calidad de la gestión de sus órganos.

Al hablar de pactos políticos, hablamos desde la visión del Estado, y no desde la mirada de algún caudillo, que alguna vez instó a que se vote al candidato del partido, sea este el “Pato Donald”. Patos Donald hay en todas las carpas, aunque algunos todavía estén al nivel de Hugo, Paco y Luis.

El cuestionamiento del mentado pacto azulgrana, desde un sector político también partidario –pero a estas alturas ya de varios colores–, parece confirmar que la elección se pretende llevar como un asunto prebendario, sin nada que envidiar a criterios establecidos en tiempos de aquel caudillo.

El desafío es grande, y en la designación debería primar quien pueda y tenga, sumada a la experiencia y a la formación técnica y académica, capacidad de gestión administrativa, y que esta se encuentre al servicio de la revolución de un sistema de justicia, que hoy se presenta con desventaja para el pobre, –cuando es precisamente la pobreza la que permite el litigio limpio, sin especulaciones políticas ni económicas–, siendo esta la mejor de las oportunidades para restablecer los derechos conculcados de ese niño/a, adolescente o adulto/a, vulnerados ya por el mismo Estado, en otros niveles.

La Defensa Pública, otrora cenicienta del Poder Judicial, cumple la función más noble en el ejercicio de la profesión de abogado, aquella en la que, ejercida con responsabilidad y solvencia, se puede cumplir el famoso decálogo de Couture, y el ejercicio deficiente atenta contra el principio de igualdad ante la ley, ya que el pobre no puede ni debe verse disminuido en la defensa de sus derechos solo por serlo. Quien sea designado deberá asumir este desafío.

Al mirar al frente, y ante estos vientos constantes de cambio, no nos engañemos, porque finalmente, esta elección será el resultado de un pacto político, del cual deberá surgir el/a mayor portador/a de las cualidades mencionadas, pero dejando ese pacto al Pato Donald y a sus sobrinos en Disneylandia, lejos de este bendito país.

pperezrivas@gmail.com

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